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Parque de San Lázaro

En O Ourense de Conde Corbal e de Vicente Risco, con prólogo de Ramón Otero Pedrayo, no hay referencias a este ámbito que, sin serlo geográfica ni históricamente, constituye el corazón de la ciudad, al menos de la ciudad nueva, la erigida al margen del Ourense antiguo; según parece, el parque situado entonces en las afueras de la ciudad fue en otro tiempo espacio para feriantes y probablemente haya adquirido personalidad con la celebración de la fiesta de San Lázaro, pórtico de la semana santa. A mediados del siglo pasado, una parte de la burguesía decidió instalarse en este arrabal y allí crecimos alegremente los pijos del parque entre la Torre, la iglesia de San Francisco, la pastelería Ramos, el hotel Parque, la delegación de Sindicatos y el Gobierno Civil (hoy Subdelegación del Gobierno) desde cuyo balcón Francisco Franco Bahamonde, ese hombre, uniformado de blanco trémulo como si fuera a recibir la primera comunión del manos del imponente Obispo Temiño, flanqueado por lameculos con chaquetas de níveo Ariel y camisas azules estrrepitosas, saludaba al público enfervorecido subiendo y bajando el brazo incorrupto que el otro ya empezaba a temblar, como si botase una pelota verde Gorila de las que venían en los zapatos de las Zapatería Celestino, al lado de las galerías Tobaris, mientras la multitud se desgañitaba vociferando Franco, Franco, Franco.

Por desgracia aún perduran ecos de aquellos gritos vehementes. Pues si usted levanta el suelo actual del parque como quien levanta una alfombra y bajo ella oculta el polvo, encontrará la tierra de entonces y si sigue escarbando en la tierra encontrará mi infancia y la de tantos otros, los cadáveres de nuestras infancias que yacen al lado de una canica o de una navaja de hoja escueta y falible. Porque hubo un tiempo, ni mejor ni peor, en el que el parque era un paraje de tierra exclusivo para los niños y las niñas, un refugio propio para la libertad anárquica y casi delictiva en la que jugábamos al fútbol, al brilé, al escondite, a la navaja, al pídola, al trompo, al pañuelo, a la cuerda, al chorromorropicotaina, andábamos en bici, disputábamos carreras de velocidad y medio fondo y cuando llovía hacíamos presas de barro y tallábamos con las navajas barcos con las cortezas de algunos árboles y, como nuestras infancias, aquellos serratianos barquitos, con sus velas de papel insertas en palillos de dientes, terminaban por naufragar y encallar en la orilla de los arroyuelos humildes que declinaban por la cuesta hasta el monumento a Los Caídos que asaltamos tantas veces igual que los guerreros cristianos que trufaban los tebeos en los que el héroe, después de matar al infiel, acariciaba modoso las manos de la virginal prometida que nunca dejaba de ser eso, una promesa primero aplazada, luego incumplida, una virginidad almenada, una fortaleza que resistía castamente a quien osara lastrar con deseo su mirada.

En ocasiones, como personajes infantiles de Mark Twain, con cañas rudimentarias intentábamos pescar los peces del pilón de la fuente hasta que un guardia municipal nos dispersaba; luego zampábamos las chuches de los puestos ambulantes del Espinita y la (sic) Rosita o comprábamos un helado en el carrito de La Ibense y el cielo se deshacía en nuestras lenguas. Teníamos la impresión, tal vez la certeza, de que el Parque de San Lázaro había sido concebido para nosotros, un territorio exclusivo para la infancia, y los adultos eran intrusos que descabalaban el desorden en el que vivíamos con los bocadillos de la merienda a medio comer. Quizá en la tertulia del hotel Parque, al lado de los frescos de Prego de Oliver, Carlos Casares se fijase en alguno de nosotros para utilizarlo en una ficción o Trabazo pensase que aquella rubia angelical (en cierto tipo de literatura arcaica, a la palabra rubia hay que anexarle, sí o sí, el adjetivo angelical) para colocarla en algún lugar del lienzo. Todo eso se fue al carajo cuando reemplazaron (amortajaron, más bien) la tierra con el pavimento actual y al bar Azul y al hotel Parque se sumaron Alaska, Dimax, Gaimola, Anyan, Bocaccio, Nitons y las terrazas usurparon el edén que graciosamente nos había sido otorgado desde siempre. Y si a ese progreso imparable le sumamos el amor, la catástrofe está servida. Con la pubertad ya no veíamos a las chicas (que excepto el fútbol, el chorromorropicotaina y algún otro excesivamente brutal compartían juegos con los chicos) como compañeras para el brilé o el escondite sino como a seres que en una transformación tan apasionante como monstruosa (aquí sí que procede sin dolo el epíteto kafkiano), a la vuelta del verano les habían crecido las tetas y el deseo nos impedía levantarnos de los bancos en los que fumábamos a escondidas por mor de una fastidiosa e inoportuna erección; y con los primeros cigarrillos venían las primeras cervezas y los primeros noviazgos y los primeros guateques y los primeros besos y la pandilla de los pijos del parque ya no era tal sino unas individualidades de seres rijosos que, sensatamente, decidieron que no era tan importante que naufragasen los barquitos de la infancia si la recompensa consistía en acariciar las tetas de aquellas a quienes los escritores ultramarinos denominan sus enamoradas y que Ronsard me perdone la imperdonable nostalgia. De golpe, habíamos pasado de Martín Vigil al marqués de Sade.

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