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Plaza de la Trinidad

Perdida, al albur de la derrota de los paseantes, casi desatendida por los vecinos, la Plaza de la Trinidad cabe la iglesia del mismo nombre, posee todo lo necesario para seguir siendo, como antaño lo fue, uno de esos espacios hospitalarios en los que la gente se acoge, como en una cocina de lareira, para contarse sus vidas y bien se sabe que las vidas son los troncos de los que florecen las airosas ramas de los sueños hasta las otras podridas que conviene talar y que dan lugar a las habladurías miserables, más aun en un entorno sobriamente solemnizado por el barrio chino del que subsiste una cicatriz purulenta pero que fue en su día atrezo de hombres y mujeres que podrían habitar páginas del Arcipreste de Hita o excentricidades de Camilo José Cela que trufaba de putas buena parte de sus parágrafos: como del barrio chino de Ourense, en la literatura del marqués (nada que ver con el de Bradomín, para loor del pontevedrés) sólo queda una nostalgia y algunas anécdotas que conciernen más al personaje que al escritor.

En mis recorridos por la ciudad apenas encontré gente en esta hermosa plaza con árboles que casi ni dan sombra y bancos al sol que no invitan al descanso, aunque el paraje se presta a detenerse en él y soñar cómo fue en otro tiempo, cuando, siguiendo de nuevo a Vicente Risco, "los días de feria, esta plaza de la Trinidad, que parece traída de una villa para tenerla aquí escondida, calladamente, estaba llena de chatarra y de trastos viejos de los que se tiran en las casas" y sí, pudiera ser que la Trinidad fuese un mercadillo en el que se acumulan estoques, gramolas, libros antiguos, radios de galena, uniformes militares y retratos añejos por entre los que deambulan, conversando despaciosamente, los personajes de las obras de Vicente Risco y de Otero Pedrayo mientras aquilatan el valor de las añosas mercancías.

¿Por qué no imaginar (es decir, hacerlo real) un diálogo entre el Obispo Baldonio y don Caetano? Quizá ahí, en ese reducto fantástico, la plaza adquiera sentido, tenga razón de ser, consiga su demediada eternidad porque pese a lo efímero de las existencias, parece demostrado que lo que mejor soporta el implacable paso del tiempo es la palabra.

Me resulta complicado considerar como cierto lo que afirmó Risco: que era grato sentarse en primavera en los bancos de la plaza, con viejos y mendigos, con los cansados de la vida que sin embargo no se cansan de vivir y que disfrutan de la quietud que nunca se cansa y prefiero conservar en la memoria la imagen de Baldonio y de don Caetasno que sonríe mientras el prelado, un si es si no es lascivo, con los párpados caídos y cierto aire de beatitud, acaricia las gracias de un maniquí femenino de cartón piedra que un chamarilero de Cesuras, allá por la parte de Mondoñedo, acaba de exponer en un día de feria y asiste al rictus extático del prelado Baldonio mientras éste calibra la posibilidad de vestir al maniquí y exhibirlo en una hornacina de una capilla recoleta de la catedral, en un lugar recóndito donde sólo su visita pueda regocijarse y amén.

De otras cosas seguro que sí pero en mercadillos Vicente Risco era un neófito; y los restos de los que la vida se va desprendiendo, se abaratan en los mercadillos, desde el sable de un lance de honor en el Campo del Desafío, por el lugar de la capilla de Los Remedios, a la carta pasional, desde la fotografía amada hasta el exvoto crédulo, desde las páginas intonsas de un libro hasta la sombra rendida de la Plaza de la Trinidad que sus vecinos siguen denominando entrañablemente "la plazuela", con ecos de un lugar íntimo y doméstico que sólo pertenece a quienes la habitaron, a quienes la habitan. Los demás somos turistas, gentes de paso que acuchillan las sombras con los flases de los teléfonos móviles porque vamos perdiendo lo más preciado que poseemos, nuestro mejor tesoro: la memoria.

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