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El puente romano

Del puente Viejo o puente Romano, escribe Vicente Risco unas hermosas palabras, tales como que "le basta su arrogancia gótica" para darle renombre y aconseja entre elegante y católico: "Pasadlo con respeto, los que venís del Norte. Y al final, quitad el sombrero y rezad una Salve, que allí está la Virgen (?)" E instruye: "Pasad como peregrinos, que excelentes caballeros no logaron pasarlo, y llevadlo siempre en la memoria".

Uno cree que ese puente (al que se refiere el numerosas ocasiones el recientemente fallecido Julio López Cid en su novela El Río (Duen de Bux) es en realidad el único de Ourense que cumple su función que es la de unir dos ciudades: Ourense y el barrio de A Ponte porque me tomo la licencia, que no creo desagrade a mis dos amigos periodistas Javier Fraiz y Paco Sarria, de seguir considerando A Ponte como una pequeña ciudad (con un cronista excepcional como Bieito Iglesias en su inolvidable Miss Ourense) anexa a la de Ourense y vinculadas ambas por ese puente que es, a mi parecer de paseante, el único que invita a recorrerlo, a detenerse en su cima y observar el flujo del Miño y la apacibilidad de los romos montes circundantes; el único, asimismo, que promueve en el caminante un paso sosegado y la contemplación del entorno.

En los demás puentes de la ciudad, la arquitectura reclama un tránsito urgente, un recorrido breve, en tanto que en el Romano algo retiene al que lo cruza, tal vez el alborotado reposo (perdón por el oxímoron) de las aguas a las que, con inusitada frecuencia, alguien se arroja desde alguno de los puentes buscando a saber qué o huyendo a saber de qué, razones siempre hay para buscar y para huir, aun de uno mismo. Puentes, en resumen, que ni se transitan con prudencia ni con respeto sino con prisa, para dejarlos atrás cuanto antes, como si amenazaran con venirse abajo en cualquier momento.

Ni la ostentación del innecesario puente del Milenio ni el innegable progreso que acarreó la erección del airoso puente Nuevo, por poner dos ejemplos al azar, provocan en quienes los transitan la necesidad o el placer de detenerse y mirar: mirar y escuchar son dos virtudes cada vez más insólitas. Al hablar de los puentes uno debe resistirse (o no) a la tentación de maldecir a quienes cuelgan candados para dar testimonio de su amor y su incivismo; sospecho que si las parejas que un día manifestaron su pasión de forma tan burda, retiraran los candados de los puentes y las pasarelas una vez ajada la calentura, apenas sobrevivirían media docena de candados en cada puente.

Uno tiene la sensación de que los puentes se construyen para unir las márgenes de los ríos y, aunque poco viajado, conserva esa memoria de los puentes de algunas ciudades españolas y de otras europeas; sin embargo Ourense, con el tesoro del Miño tan a mano, salvo el Romano o puente Viejo, parece haber diseñado el resto de los puentes para separar las dos orillas, para alejar una margen de la otra, para distanciarnos en vez de facilitar los ritos de la convivencia a la ciudadanía. En realidad Ourense parece vivir al margen de o de espalda al río, como si el Miño fuese un accidente sin importancia, incluso ingrato, al que sólo prestan atención los pescadores, los bañistas y los suicidas.

La mayoría de los edificios de la ciudad de A Ponte dan la espalda a la corriente y sus fachadas miran hacia el interior. ¿Alguien puede imaginar una ciudad costera en la que las fachadas estuviesen orientadas hacia el interior y no hacia el mar, como si sintiesen vergüenza de semejante belleza? ¿Se imaginan los soportales de Muros erigidos hacia los montes? Cabría pensar que también nosotros nos avergonzamos de lo mejor que tenemos, el río, ese río al que sólo parece darle sentido y razón de ser el puente Romano o Viejo, el Puente, con mayúsculas, que se debe cruzar con lentitud, sin necesidad de rezar una salve, sólo por el placer de perpetuar un tránsito que nuestros antepasados ejecutaron como un rito, igual que el del desesperado que se sube al pretil y salta al río buscando qué o huyendo de qué, quizá, como ya quedó escrito, de sí mismo y confirmando que entre el puente y el agua no hay ni dios, con minúscula o con mayúscula, por más que insista Santa Teresa.

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