Cuando era alcalde de Londres, Boris Johnson presentó su libro sobre Winston Churchill en Politics and Prose, la conocida librería de Washington DC, y unas cuantas personas fueron a escucharlo. Lo realmente interesante de aquel evento, claro, no era Churchill, sobre el cual existen biografías mejor documentadas, sino el propio Johnson, quien todavía no se había convertido en un héroe para los eurófobos (más bien, según lo que se podía inferir de sus artículos periodísticos, parecía posicionarse a favor de la permanencia en la Unión Europea,) pero ya gozaba de una extraordinaria popularidad en su país y en el resto del mundo. Poca luz se arrojó ese día sobre la vida de Winston Churchill y mucha información nos proporcionó el autor sobre sí mismo en ese pícaro y sutil intento de confundirse con el protagonista de su obra. Aquello recordaba algo a la célebre frase de Harold Macmillan sobre Charles de Gaulle, cuando dijo que De Gaulle no paraba de hablar de Europa pero quería decir Francia. El alcalde no paraba de hablar de Churchill pero quería decir Boris. Y la audiencia parecía captar el mensaje, ya que, en la rueda de preguntas, algunos, aprovechando la presencia del intermediario, pedían respuestas churchilianas para ciertos problemas contemporáneos, desde la actual Unión Europea hasta la crisis en Oriente Medio, insinuando también la posibilidad de que algún día el alcalde de Londres podría ocupar el puesto del entonces primer ministro David Cameron.

Johnson deleitó a los asistentes con su carisma, su humor autoparódico y su aparente candidez. El público se tronchaba de risa. Hasta el punto de que si alguien entrara en la librería en ese momento sin saber qué tipo de acto se estaba celebrando allí, probablemente se sorprendería al averiguar que se trataba de un importante servidor público hablando sobre un estadista de la Segunda Guerra Mundial y explicando las razones por las cuales éste merecía ser reivindicado, y no de un maestro de la sátira retratando a uno de los grandes mitos nacionales. Pero el columnista Matthew d'Ancona, que sucedió a Johnson como editor de la revista The Spectator, ya había sugerido un mes antes que esa vocación humorística no debería de ser menospreciada: "Dicen que un cómico no puede ser primer ministro. Pero lo que ayer era impensable mañana puede ser necesario".

Desde que Boris Johnson asumió su nuevo cargo se le ha comparado mucho con Donald Trump en términos ideológicos, físicos e incluso mentales. Sin embargo, uno no ve al presidente estadounidense publicando un libro sobre, pongamos por caso, Andrew Jackson, sintetizando su legado ante un grupo de lectores. También es difícil imaginarse a Trump haciendo reír a la gente, descartando las carcajadas que provoca en sus mítines cuando bromea, por ejemplo, sobre el comentario de un seguidor que propone disparar a los inmigrantes. Incluso a la hora de lidiar con su propia ignorancia, ambos reaccionan de maneras muy distintas. Recordemos a Johnson confesándole al periodista Andrew Neil que no tenía ni idea de lo que dice el párrafo 5C de un artículo de un acuerdo (GATT) en el que basa su estrategia para el Brexit. Aquel estruendoso ¡no! jamás podría decirlo un hombre que es capaz de manipular un mapa y cambiar la trayectoria de un huracán para que ésta se ajuste mejor a su teoría. Los dos líderes reflejan, eso sí, el peligroso proceso de deslegitimación que están padeciendo algunas democracias, esos sistemas en los que, de madrugada, los únicos que solían llamar a las puertas de las casas eran los lecheros. Aunque ahora, gracias a los algoritmos, ya no hace falta amedrentar a los ciudadanos, pues basta con que éstos dejen un rastro cibernético de sus temores.