Hoy por hoy, ratificados por el propio gobierno de Londres los temores de la flota gallega que faena en aguas británicas del Gran Sol, ya no queda otro remedio que inquietarse. Y, sobre todo, lamentar dos datos: uno, que la UE parezca impotente para proteger los intereses de sus socios ante el inminente Brexit sin acuerdo; otro, la pasividad española ante las amenazas que penden sobre un sector de interés estratégico para estos Reinos, de forma especial y directa para Galicia. Amenazas por cierto para cuya prevención y/o respuesta no se conocen medidas. Si las hay.

Conste que no se pretende, al insistir en todo ello, citar otro casus belli político contra don Pedro Sánchez y sus ministros. Y no porque hayan mejorado la atención de sus antecesores hacia el sector, que más bien lo contrario, sino porque los lodos de hoy vienen de polvos anteriores, y la relación de causa/efecto no dejaría títere con cabeza. Y la hora presente tiene urgencias más agudas que señalar culpables, como son las de buscar algún remedio que alivie situaciones que parecen de muy difícil solución. Por ello hay que reclamar, ya, una actuación concertada.

Llegados a este punto procede explicar el motivo por el que se habla de "amenazas", en plural, hacia la flota gallega. Porque, además de la que ocupa el introito, hay otra, que viene de más atrás y en la que tampoco hubo reacción -al menos conocida- de quien debería protagonizarla, que es el Ministerio español del ramo. Se trata de la que recae sobre los buques gallegos que faenan en Namibia y que pueden ser afectados de lleno por la posible explotación de una mina de fosfatos bajo las aguas de sus caladeros: los tribunales van a iniciar la vista de un juicio cuya sentencia final determinará el porvenir de cuarenta barcos.

De acuerdo con la ley de Murphy, como lo susceptible de empeorar, empeora, el conjunto de la flota pesquera gallega en el Gran Sol o en el banco namibio tiene un futuro muy complicado. Y aunque es verdad que su pasado no fue precisamente un camino de rosas, es inaceptable que en la Unión Europea como en España, y aún en Galicia, se mantenga una inercia de desinterés colectivo que supone un suicidio económico. Y que afectaría no ya a la pesca, sino al país entero al empobrecer a una franja de su litoral tanto como ya lo está una gran parte de su rural interior.

No hay exageración alguna. A poco que se reflexione sobre la realidad se verá que la pesca es el factor clave que en ciudades y villas de la costa gallega dinamiza su economía. Mueve el comercio, la hostelería, parte de la industria y en definitiva hace posible un modo de vida irremplazable a corto y medio plazo suponiendo que hubiera con qué sustituirlo. Y sin intención de alarmar, todo eso habría que unirlo al bajón de las exportaciones, el descenso del consumo ante la perspectiva de desaceleración al menos en Europa y unas cuantas luces rojas añadidas en el tablero. Anticiparse en lo posible a los males es tarea de los gobiernos: el gallego ha hecho hasta ahora lo que debía y podía, que es avisar y preparar aquello sobre lo que puede decidir. Pero es insuficiente: para actuar hacen falta más gobiernos, empezando por los de Madrid y Bruselas.

¿O no?