Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

la mirada femenina

Mujer viento

La necesidad de volver a encontrar la confianza en una misma para evitar que la vida nos devore

Ya sé que la absoluta libertad no existe en vida. Tal vez la liberación tras la muerte sea lo más parecido. Pero desde muy niña ella tenía un aferrado sentimiento de libertad. Aunque sus padres la habían bautizado con el nombre de María Garbiñe, María por el asunto de que en aquel entonces no se podía poner un nombre vasco sin el María delante, muy pronto ese nombre derivó en Garbí. Nombre del viento mediterráneo del suroeste que se conoce también como Siroco.

De cabello negro y piel tostada Garbí tenía además una mirada abisal y una sonrisa de esas que resultan contagiosas.

A muy pronta edad descubrió su pasión por el arte. Se inventaba cuentos, canciones y poemas, y los regalaba a sus seres queridos.

Era muy curiosa y se hacía muchas preguntas sobre el sentido de la vida pero lo más característico en ella era esa necesidad de no sentirse atada a nada ni a nadie, igual que el viento.

A veces lograba el efecto de vivir varias vidas en una y claro, eso no podía ser en un mundo racional y lógico en el que todos viven una sola vida, y a veces a duras penas.

Cuando aún era joven trataba de agradar a todo el mundo pero con el tiempo se dio cuenta de que tenía que aprender a distinguir entre quienes merecen y quienes no merecen la pena.

También era necesario decir no las veces que hiciera falta. Aquello le costaba porque no quería decepcionar a nadie.

Se equivocó muchas veces, se cayó y se levantó en múltiples ocasiones y con el tiempo fue aprendiendo.

Aprendía de todo aquel que se cruzaba por su camino pero no quiso quedarse con nadie.

De una forma u otra terminaban queriendo cortarle las alas. No es que fueran malas personas, ni mucho menos, de hecho conoció a gente buena. Sólo que, a su vez, también estaban aprendiendo lo que era el amor. En realidad nadie lo sabía aunque algunos lo pretendieran.

Ella también estaba en ese mismo camino y supo lo que era cuando por fin nacieron sus hijos.

A partir de ese momento todo lo compartió con aquellos dos pequeñajos. Les cantaba y leía cada noche y salían a saltar charcos los día de lluvia. Y así pasaron muchos años.

Garbí no disfrutaba mucho de la vida social pero no por ello era un bicho raro. A veces sólo necesitaba un poco de silencio.

Tampoco se había podido quedar junto al padre de sus hijos. Aquella relación se había transformado en otra jaula de la que sintió que debía escaparse.

Cuando llegó a aquel hotelito en el Montseny ya era de noche.

Al salir del coche observó emocionada que las estrellas brillaban en todo su esplendor.

Abrió la puerta de la recepción. Olía a mermelada.

Pensó que aquella mujer tenía un halo especial.

Llevaba gafas y un kayal negro un punto azulado que hacía que sus ojos parecieran aún más grandes. El pelo canoso algo liláceo. Seguramente era ella la que cocinaba esa mermelada tan rica.

Cuando ambas se detuvieron frente a la habitación 22 Garbí pensó que una vez más le tocaba un número capicúa.

La señora dejó una manta sobre la cama y le mostró cómo funcionaba la tele y el aire acondicionado.

-No creo que vea mucho la tele -aclaró Garbí mientras la pobre mujer se peleaba con el mando que seguramente andaba bajo de batería.

La habitación era acogedora. Todos los muebles eran de madera. Además de la cama había un escritorio junto a la ventana. Allí podría concentrarse y escribir. Tenía que acabar su novela.

Garbí echó un vistazo general y abrió una ventana. El fresco de la noche aireó bien la habitación. Sintió frío y cerró de golpe. Y cuando ya parecía estar todo aclarado, de pronto, aquella señora se quedó mirándola a los ojos.

-¿Qué sucede? -preguntó sorprendida.

-Me recuerda a alguien.

-¡Usted también! -exclamó casi inmediatamente.

-No quisiera incomodarla -la mujer trató de restarle importancia.

Bajó la mirada y de paso colocó la bolsa de basura en la papelera.

-No me incomoda en absoluto -respondió Garbí y resopló para apartarse el flequillo de los ojos-. Yo también he tenido esa misma sensación de familiaridad con usted.

-¿Y ese olor tan rico?

-¡Ah! Sí, me encanta cocinar mermeladas. Yo misma recojo la fruta del bosque. Esta tarde estuve haciendo varias.

Aquella mujer transmitía buen rollo.

-No quiero meterme donde no me llaman -dijo la señora ya a punto de irse-, espero que descanse bien pero sobre todo no se deje llevar por la corriente. ¿Sabe a lo que me refiero?

-Lo tendré en cuenta -Garbí le hizo un guiño.

Era cierto. Tenía que volver a confiar en ella misma o si no la vida se la comería. O, lo que era peor, no lograría acabar esa maldita novela.

Sus hijos se habían hecho mayores y a penas la necesitaban. Y ahora más que nunca le costaba recuperar su libertad.

Se dice que el pájaro enjaulado no siempre logra volver a ser libre.

Aquella mujer lo había percibido. Ella temía ser ese pájaro.

Garbí se dejó caer sobre la cama como un peso muerto. Por un momento pensó en ellos, en sus hijos, y se quedó profundamente dormida.

Compartir el artículo

stats