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Plaza de San Martiño

Sitúese usted, dentro de la calle Arcediagos que conserva, como tantos otros lugares de Ourense, resonancias de novela de Eduardo Blanco Amor, al pie de la plaza de San Martiño, y no le resultará complicado considerar, mientras contempla la ampulosa escalinata, que la plaza devendría más señorial y más exenta, esto es, más plaza, si demolieran de forma inmisericorde los edificios que la afean a la derecha y a la izquierda, de modo que limitase con Tiendas, Santa Eufemia, Arcediagos y casi con la plaza Mayor que no es, pese a quien pese, la única plaza inclinada de España, así que conformémonos con el Santo Cristo (que tampoco lo es), el Puente Romano (que tampoco) y As Burgas, que así, así, y quizá conviniera cambiar los tres iconos por Los Suaves, el pulpo á feira y el vino del Ribeiro, asunto más llevadero que la aporía trinitaria de la iglesia católica.

Así que por una vez, la excavadoras que en ocasiones, en demasiadas ocasiones, entraron a saco donde no debían, recibirían ahora mi sonoro aplauso similar al plasplás de las incómodas palomas que se aproximan a las, de nuevo, incontables y enfadosas mesas de las terrazas que la mayoría de las ciudades son hoy territorio de la hostelería en imparable invasión; a la postre, la menos cruenta de las invasiones sufridas a lo largo de la historia, va a resultar la más demoledora.

Como consecuencia del embate de las excavadoras conquistaríamos un espacio acogedor realzado por la hermosa entrada a la catedral y plácidamente flanqueada por dos humildes, sombrías y encantadoras calles de Ourense, Tiendas y Arcediagos, y el santo tutelar de la ciudad, desde el chaflán donde está esculpido, podría columbrar la plaza que ostenta su nombre y hasta me atrevo a insinuar que la estatua de Blanco Amor, ubicada actualmente en la plaza de Bispo Cesáreo, la antigua Horta do Concello, sonreiría complacida si la trasladaran a este lugar y la emplazasen de cara a la escalinata y a su amada catedral, desde donde se descubriría a sí mismo transformado prodigiosamente en un niño asombrado que atisba desde la ventana de su cuarto la severidad solemne del cabildo en tanto tañen las campanas catedralicias.

Desabastecida de terrazas y edificio superfluos, la plaza de San Martiño sería el escenario perfecto para personajes del siglo pasado que, saliendo de misa en la catedral, se acercan a la calle de las Tiendas, cruzan la plaza en diagonal, avanzan por Arcediagos y tras intercambiar saludos con los conocidos en el espolón de la plaza Mayor donde la banda de música interpreta fragmentos de zarzuelas, se dejan caer por el Liceo para tomar el vermú y, acaso, conversar con Juan de la Coba o con Xaquín Lorenzo o con Ben Cho Shey y al abandonar el palacio de los Oca Valladares diesen una limosna a Pepiño que, al ser hoy domingo, condujo la silla de ruedas desde el puente de As Burgas hasta el centro de la ciudad porque sabe que a la gente, al salir de misa, se le ablanda el corazón y se le afloja la cartera.

Atrás, en la plaza de San Martiño, Eduardo Blanco Amor observa la catedral y proyecta escribir una novela al respecto y tal vez la titule La catedral y el niño. Por Arcediagos, como secundarios de una ficción de Pardo Bazán, discurren dos canónigos con teja y manteo y se afufan ladinos hacia la sospechosa calle Cervantes y que Dios los coja confesados. Peligrosa María. En algún reloj de la ciudad suena dos veces la campana, tan, tan. Que entren ya los piquetes y repongan las cosas en su sitio; en este caso, en un ayer más benigno. Así sea.

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