Detectar las oportunidades y saber aprovecharlas es clave para extraerles rendimiento. Lo dicen los especialistas: no es arar el porvenir con viejos bueyes. A partir del campo hay un filón. Además de las cosechas tradicionales, el agro gallego atesora una capacidad enorme, fuentes de riqueza que, sin ser potencialmente tan importantes, pueden aportar recursos cuantiosos. Es el caso del kiwi, la manzana de sidra, la frambuesa, los olivares o la faba, y de otras plantaciones hasta hace bien poco apenas cultivadas como el aguacate o el arándano. Emergen nuevas producciones que empiezan a ganarse la fama. Lograr el favor del cliente está casi asegurado con el apellido "gallego": aporta un plus de excelencia y una ventaja competitiva incontestable. La nuestra nunca será una agricultura de producciones masivas como la de la zona levantina, pero a poco que se hagan bien las cosas dar una respuesta adecuada a su explotación solo puede generar beneficios.

El otoño es la estación tradicional de las cosechas y, en consecuencia, de las alegrías y de las decepciones que se suelen vincular a los azares meteorológicos. Pero también puede serlo de la indiferencia si dejamos pasar, o no aprovechamos adecuadamente, importantes oportunidades en los cultivos hortofrutícolas. Y Galicia

A Estrada es un caso prodigio en la cosecha de manzana destinada a la producción de sidra.cosecha de manzana destinada a la producción de sidra Este año espera alcanzar una recolecta de dos millones de kilos. En dos décadas, con el constante incremento de plantaciones se ha convertido, según sus propios productores, en el municipio que más manzana en ecológico produce de Europa. Esta característica del fruto es muy apreciada y le confiere un valor añadido que le ayuda a posicionarse en el mercado. La manzana estradense no es la más barata pero es referente por su gran calidad. Hoy todo el norte de España mira hacia este municipio para obtener buen producto para elaborar su sidra.

El éxito de este cultivo representa la parábola perfecta de lo que supone el abandono de las riquezas de la tierra gallega y lo que, con mimo y visión, puede todavía llegar a conseguirse: un entorno ideal que sirve en bandeja exquisiteces y una sapiencia artesana muchas veces sepultada por políticas agrarias erróneas; un reencuentro con el medio rural de otras generaciones con una mentalidad distinta que, respetando la tradición, innovan y obtienen sustanciosos rendimientos; una forma de trabajar capaz de alumbrar tesoros gastronómicos que nada tienen que envidiar en sabor y rotundidad a los más afamados de cualquier otra parte. Con mimbres así solo hace falta creérselo y saber venderse por el mundo.

Ensayo y error. Así comenzó un joven ingeniero forestal que hoy, a sus 32 años, lidera un ambicioso proyecto empresarial de agricultura ecológica. Empezó a dar forma a su pasión con una plantación de kiwis hace apenas una década. Siempre le había atraído el mundo de la agricultura, y los consejos y enseñanzas de un vecino sobre la plantación de esta fruta terminaron por llevarle a cultivar una hectárea. Supuso su primera experiencia en el mundo de la huerta ecológica y de ella salieron luego mayores producciones que puso en el mercado antes de que una bacteria difícil de erradicar de manera ecológica se cruzase en su camino. Tras probar con el kiwi y adentrarse en la manzana de sidra, optó por apostar decididamente por la plantación de arándanos, uno de los productos de moda en la huerta junto al aguacate. Este campo de ensayo terminó siendo un éxito y sirvió para confirmar que estas plantas arraigaban bien en el terreno y resistían el clima gallego.

Como el arándano, con grandes apuestas en marcha también las cuatro provincias, la huerta gallega se enriquece en la actualidad con nuevos cultivos hasta hace poco insólitos y propios de remotas latitudes climáticas caracterizadas por sus altas temperaturas. El suplemento dominical de FARO recoge hoy en sus páginas esa diversidad que se está dando en nuestros campos: están el aguacate, alimento de moda por su valor nutricional, pero también el pistacho, el té, las espinacas, el mango, las chirimoyas, los maracuyás... Algunos en sus primeros cultivos, otros ya en fase de comercialización. Se trata de sacar partido a las fincas de los abuelos y de pensar en cómo abrirse hueco en el mercado con algo distinto: hortalizas y frutas ecológicas, conservas artesanales, mermeladas caseras, dulces sorprendentes, embutidos "gourmet", vinos y licores de autor...

No hay actividad tan provechosa para fijar población en el medio rural como poner los campos a producir y apostar por la transformación de los productos de la tierra. Resulta muy difícil a estas alturas competir en una agricultura intensiva de producciones masivas, pero sí tiene Galicia una oportunidad ilimitada para colmar a públicos selectos que reclaman cada vez más una oferta ecológica, de calidad y originalidad.

El espejo son las campiñas francesas e italianas. A pesar de la modernización e industrialización agraria, nunca perdieron sus artículos locales más valiosos. Al contrario, los engrandecieron hasta convertirlos en lujo. Miles de campesinos, en realidad pequeños empresarios, lograron holgados ingresos con actividades diversas y complementarias vinculadas a sus caseríos, de la hostelería a la restauración, de la ganadería a las manufacturas.

Deben convencerse de ello los emprendedores gallegos para producir más y vender mejor. Y las distintas administraciones, antes que imponer tasas y reglamentarlo todo, volcarse en acabar con la estéril burocracia que en no pocas ocasiones acaba por desanimar al más dispuesto. Igual que es necesario que en investigación, comercialización o exportación, donde fallan las estructuras actuales, se contrarresten los obstáculos a quien arriesga. Puede hacerse, porque partimos con la seguridad de que la materia prima de aquí atesora calidad para conquistar otros paladares y competir con las exquisiteces del mundo. Para crecer y convertirse en referencia falta ambición. Todo consiste en poner en valor las ventajas por encima de las limitaciones. Para avanzar no basta con conocer la senda: hay que querer caminar.