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Joaquín Rábago.

La guerra económica

Ya no son necesarias cañoneras ni otros medios militares para doblegar a un país: parafraseando a Carl von Clausewitz, habría que decir que "la continuación de la política por otros medios" es hoy la guerra económica. Nos lo demuestra cada día Donald Trump, el presidente de la "América, primero", con sus persistentes intentos de asfixiar económicamente mediante el oportuno boicot a todo país que se le rebele o cuyo régimen no sea de su agrado.

Ocurre con Irán, al que Trump y sus halcones acusan de perseguir el arma nuclear y desestabilizar Oriente Medio. Y todo, para justificar su irresponsable decisión de abandonar unilateralmente el acuerdo nuclear con ese país, documento que Teherán siempre había respetado. Para doblegar a un país cuyo régimen detesta, Washington busca destruir su economía, impidiendo a otros comerciar con él y privándole así de los medios económicos con los que comprar los alimentos o medicinas que necesita. Y para completar su implacable cerco comercial, amenaza además EE UU con sancionar a las empresas de terceros países que contravengan su prohibición de negociar con el que se ha empeñado en anatemizar.

Es lo mismo que hace en Venezuela, con el pretexto, siempre selectivo, de defender la democracia frente a un régimen tiránico, imponiéndole un boicot comercial que, dirigido supuestamente contra los dirigentes, castigarán sobre todo a la población, a la que se anima así a sublevarse. Pese a todos sus esfuerzos de asfixia económica del régimen bolivariano no ha conseguido, sin embargo, hasta ahora la superpotencia su objetivo de ver a Maduro apartado del poder por su propio Ejército y sustituido por Juan Guaidó, el proclamado presidente interino y hombre de confianza de Washington.

Sanciones económicas en esos y casos similares -Cuba, Siria, Corea del Norte- y amenazas arancelarias a sus principales socios comerciales en otros, forman parte del arsenal con el que la superpotencia trata de hacer valer siempre la ley del más fuerte. Hemos visto esto último en el caso de Canadá y México, países a los que Trump obligó a renegociar el acuerdo comercial de América del Norte (NAFTA) para imponerles nuevas condiciones más ventajosas siempre para Washington. El mismo objetivo persiguió Trump con el abandono del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, que había firmado su antecesor demócrata, Barack Obama.

Lo vemos también en su interminable guerra comercial con China -hueso, sin embargo, mucho más difícil de roer-, a la que acusa de piratería intelectual y manipulación de su moneda, y amenaza diariamente con nuevas sanciones y subidas arancelarias. Ni se anda tampoco Trump con miramientos en el trato con sus socios europeos, a los que acusa, entre otras cosas, de subvenciones ilegales a sectores como el aeronáutico en claro perjuicio de EE UU, y a los que amenaza igualmente con represalias.

Como parte de su estrategia frente a la Unión europea, Trump ha animado desde el primer momento al Reino Unido a abandonar, incluso sin acuerdo, ese club, prometiéndole la firma de un tratado comercial bilateral.

Una vez fuera de la mirada de Bruselas podrá, por cierto, el Reino Unido adoptar el modelo de desarrollo de Singapur a base de liberalizar aún más su economía, flexibilizar sus leyes laborales con menores garantías para los trabajadores, y rebajar la carga fiscal de las empresas. ¡Divide y vencerás!, es la nueva consigna.

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