Agosto libra a las aldeas del vacío pertinaz que sufren todo el año, minusvaloradas excepto por sus vecinos, que las conservan y persisten. A veces una historia truculenta las sitúa en los periódicos, destripando con un prisma deformado sus pasiones y contradicciones. Lejos de ser siempre relajante y hospitalario, un silencio sostenido durante tanto tiempo (en las noches de invierno, sobre todo) puede llegar a ser el ruido más ensordecedor, como decía Miles Davis. Una parte de nosotros siempre está presente, aunque estemos lejos, pensando o viviendo en las antípodas.

En agosto resucitan los recuerdos de la infancia. El tiempo es más relativo. Bullen las plazas de las villas y hay vida sin amargura en las terrazas de las casas hasta que el otoño llega a cerrarlas a empellones. Se reencuentran, ríen y discuten con pasión las familias dispersas por el mundo. Hay al menos una fiesta en cada parroquia, con verbenas al aire libre y comidas multitudinarias e interminables sobremesas. Es el tiempo mejor para la empanada y el pulpo á feira; para las sardinas y la ensaladilla de casa.

Las aldeas reciben a los emigrantes, pudientes o no, tan necesitados de curarse la morriña en la escena de partida, en la tierra que dejaron por sí solos o en la piel de sus padres o abuelos.

El resto del año los pueblos pequeños -nuestros álbumes de recuerdos y en ocasiones también nuestros graneros- se limitan a sus rutinas pausadas. Sus calles se agostan, el pulso decae, la crisis demográfica se agrava. Hay más de 30.000 núcleos en Galicia (el 40% de los lugares que existen en España) y crece cada ejercicio el número de localidades sin un solo habitante.

Los residentes (menos cada vez) regresan a sus ocupaciones y muchos a la simple contemplación de la soledad. Miden la resistencia del calendario a que el verano vuelva a empezar. Las aldeas dormitan de entierro en entierro hasta que regresa, hasta que todos lo hacemos. Nuestros pueblos son nuestra matriz. ¿Y si volvemos?