Es curioso: según los últimos datos de la encuesta del CIS, en España hay más ateos o no creyentes que católicos practicantes. Y por comunidades, Cataluña y Euskadi presentan los porcentajes más altos de ateos y agnósticos frente a católicos. Es curioso, repito, porque hace mucho tiempo que no se veía tanto fervor religioso en la forma en que se defienden las ideas o se asume una forma de vida que parece trazada por un ideal religioso. De hecho, el feminismo, el independentismo y la militancia antifascista -sea eso lo que sea- se han convertido en causas pseudorreligiosas por las que los adeptos están dispuestos a hacer continuas demostraciones de fe y hasta sacrificios y mortificaciones. Basta pensar en las coreografías del "Procés", tan llenas de cruces, procesiones, celebraciones seudoeucarísticas y todo el ceremonial de una secta religiosa. Y lo mismo podría decirse del veganismo y del animalismo, o de muchas de sus manifestaciones más superficiales.

En cierto modo, la fe religiosa del pasado -dogmática, excluyente, doctrinaria- no se ha destruido, sino que se ha transformado en un abanico de nuevas creencias ideológicas. Y donde antes había una fe mayoritaria, ahora hay docenas de pequeñas sectas que actúan con el ardor profético de los primeros creyentes del cristianismo. El nuevo puritanismo, el nuevo feminismo, la actitud vigilante con que los nuevos creyentes denuncian herejías y pecados en todos los órdenes de la vida, y la aparición en las redes sociales de esas personas en perpetuo estado de vigilia que se pasan la vida censurando la vida de los demás, son los nuevos fieles que se comportan como las antiguas beatas o los antiguos guardianes de la fe religiosa, siempre dispuestos a denunciar herejes y cismáticos y siempre dispuestos a escandalizarse en nombre de la verdadera fe.

Entre los nuevos escritores hay incluso una nueva modalidad de literatura autobiográfica que consiste en narrar una versión actualizada de las "Confesiones" de San Agustín, solo que en vez de contar la conversión del antiguo pecador cegado por el paganismo y los placeres de la carne -como hizo San Agustín-, nos encontramos ante unos autores -y sobre todo autoras- que confiesan haber llegado a la verdadera fe -el feminismo, el independentismo, la lucha antifascista o la lucha contra el cambio climático- como si por fin hubieran visto la verdadera luz después de una vida sumida en las tinieblas del error y la ignorancia. Y lo más raro de todo es que muchos lectores -y muchos críticos- ni siquiera se han dado cuenta de todo eso.

Todo eso, repito, es muy curioso. La mayoría de católicos que conozco (o más bien de cristianos, ya que muchos de ellos no se definen únicamente como católicos) son gente muy poco doctrinaria y muy poco fanatizada, gente que tiene serias dudas y que jamás alardea ni proclama su fe, sino que más bien la mantiene en un discreto segundo plano. Para esa gente, ser cristiano es una cuestión personal que no interesa a nadie, de modo que jamás usan su fe como si fuera una etiqueta indeleble que deba identificarlos para siempre. A ninguno, de hecho, le he oído decir jamás: "Es que yo soy cristiano". No, más bien al contrario. Algunos de esos conocidos prefieren al papa Benedicto -más racional, más filosófico, más poético-, otros prefieren al papa Francisco -más ideológico, más político, incluso más populista-, pero en general eso tampoco les importa mucho. Su fe es un asunto muy íntimo del que apenas hablan. En este sentido, recuerdo a Cristóbal Serra (o Tòfol Serra, como le llamábamos), que era una persona muy cristiana, pero en todos los años que pasamos charlando y discutiendo y hablando de literatura, jamás intentó convencerme ni hacer el menor proselitismo. O quizá lo hacía a su manera, citando frases de escritores cristianos que resultaban tan contundentes como un puñetazo en el estómago. "En el corazón del hombre hay lugares que aún no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor". Esa frase de Léon Bloy -un escritor pobre y cristiano al que Cristóbal Serra admiraba con toda su alma- se la oí alguna vez a Serra, que la pronunciaba con su voz cantarina, casi sin prestarle importancia, como si estuviera hablando solo. Serra no decía nada más. Pero la frase -y qué frase- se quedaba rondando para siempre en tu cabeza.

En el siglo pasado fue bastante frecuente que personas que habían crecido en el catolicismo más dogmático pasaran a convertirse en comunistas también muy dogmáticos. En realidad no abandonaron la religión, sino que cambiaron unas creencias por otras. Un buen día dejaron de creer en los mandamientos de la Santa Madre Iglesia y empezaron a creer en los mandamientos del Partido Comunista, que tenía también su Papa en el Kremlin y su Sínodo de los Obispos y su Asociación de Propagandistas. Y en vez de denunciar a herejes y apóstatas, estos nuevos conversos empezaron a denunciar a trotskistas y a desviacionistas y a socialdemócratas ("revisionistas", los llamaban). Han pasado casi cien años, pero muchas cosas siguen siendo iguales. Y si desaparece una fe, esa fe es sustituida por otras, casi siempre más gritonas, más simplistas y más fanáticas.