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Soserías

España, ¿país organizado o desorganizado?

Un análisis desde la perspectiva de los cocidos y los arroces

En esta hora de tribulaciones, la pregunta se impone: ¿es España un país organizado o desorganizado?

Los amantes de las simplificaciones, esos estultos que tienen la fea costumbre de sacarse en público las ideas de la nariz, optarán por una respuesta unívoca. Los más sesudos, los que somos conscientes de tener una misión que incumplir en el mundo, creemos por el contrario que la respuesta ha de ser mixta, machihembrada como si dijéramos. Me parece que fue Pascal quien afirmaba algo así como que no hay nada que albergue más diferencias que el mismo hombre en los diversos tramos de su vida. Pues algo parecido ocurre con los países: son diversos y heterogéneos si los contemplamos en su integridad geográfica.

España por ejemplo es un país organizado si lo analizamos desde la perspectiva de los cocidos (u ollas podridas) que se comen en sus distintos territorios. Tienen un fondo común pero las diferencias son esenciales. Por ejemplo si adjudicamos prosapia al cocido madrileño no podemos olvidar que en Andalucía parecido plato incorpora el majado que se logra machacando en el almirez ajo, pimiento y azafrán. El que se toma en la Maragatería leonesa ofrece la sopa al final, en el catalán, en lugar de carnes o completándolas, encontramos la butifarra blanca y la negra. En Menorca le echan sobrasada o nabos, en Galicia comparecen la berza como en el caldo además de grelos y patatas, en Santander la olla podrida está pensada para agradar a sultanes y profetas muy estimados y así seguido.

Es decir, que la variedad es amena y atrayente, plausible. Pero lo que quiero destacar es la seriedad con la que se respetan los espacios geográficos, las fronteras gastronómicas, más consistentes que las de los tratados y argucias administrativas. A ningún comensal se le sirve en una ciudad gallega un cocido andaluz ni en Lérida un cocido maragato. Esta disposición se lleva con la disciplina que el asunto merece. Y de ahí el prestigio de los cocidos, pues en ellos la confusión, esa hidra pavorosa que todo raciocinio desvanece, ha sido erradicada.

Justo lo contrario ocurre en el mundo de los arroces. ¿Quién no ha visto ofrecer paella valenciana en Cádiz o en Zamora? ¿Quién, con espíritu sensible, no ha llorado ante el arroz que se ha colocado ante el comensal ignaro invocándole con desparpajo punible el nombre de Valencia?

Nada hay más atroz que lo que se hace con el arroz.

La inverecundia llega a su máxima expresión cuando en España, es decir, en la cuna de la filigrana que es el arroz seco de nuestro Mediterráneo, se ofrece ese engrudo italiano que se conoce como risotto. ¿Cómo no se han restablecido las fronteras o actualizado los aranceles para impedir la circulación por España de ese atropello?

Otro día estas soserías se ocuparán de las empanadas y las empanadillas, un espacio gastronómico necesitado de una cierta clarificación. Ya adelanto que para mí la empanada nada tiene que ver con la empanadilla, aunque en ambas se vea la mano benevolente de la divinidad.

Es decir, que España es una sustancia en parte organizada, en parte desorganizada. Solo asumiendo esta constatación podrá empezarse una reforma de los Estatutos de autonomía que habrá de admitir las singularidades pasadas y presentes más las que se inventan quienes mandan para llevarse las pepitas de oro del río de los presupuestos públicos. Pero que habrá de impedir los desafueros en la mesa.

Se trata de evitar la cólera sombría de las futuras generaciones y asegurar la harmonia mundi.

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