Si fuera un periodista populista diría que estamos perdidos con estos partidos. Si fuera un periodista tremendista diría que este país nunca ha estado peor. Si fuera sensato hablaría de problemas más cercanos, como la catástrofe del Palau de la Música. Como no lo soy, no me escapo de la investidura que no fue.

Ese espacio en blanco entre letras y líneas es lo más fecundo en los buenos libros. Ese espacio en blanco entre las líneas (pocas) de propuestas programáticas, declaraciones altisonantes (demasiadas) y juegos verbales de salón es lo más interesante de una semana todo lo intensa que quieran, transmitida casi íntegramente en directo y lo más parecida a una muy moderna serie política, pero absolutamente improductiva. Supongo que alguien tendrá el relato que quería, o parecido, pero nosotros tenemos el vacío.

Quien no quiere un gobierno de coalición, no lo consigue en dos días. Y casi es mejor así, porque pactar sin un proyecto conjunto que indique mínimamente qué se quiere hacer y hacia dónde se quiere ir es un suicidio firmado. ¿Se imagina alguien el incendio que habría a estas alturas en el nuevo pacto del Botànic si no hubieran fijado posición sobre la tasa turística? Bienvenida la frustración si permite construir algo más sólido.

Pedro Sánchez es quien tiene la pelota más cerca de dónde quería. No quería coalición y si esta tenía que ser, que se viera que iba a ella forzado por la derecha, que desertaba de su responsabilidad. Y si el Gobierno de coalición al que se veía empujado no podía ser, que quedara patente que el responsable principal es Pablo Iglesias, que quería el control económico y del programa social del Gobierno bajo un puñado de ministerios.

Ha sobrado tacticismo desde el 29 de abril y ha faltado sinceridad política. Ha faltado honestidad para leer los resultados y ponerse a trabajar en la formación de un gobierno de coalición, porque el socio preferente había dicho desde el primer día que era eso lo que quería, no un apoyo a la investidura o un respaldo programático desde fuera. Sus 42 diputados dan a Iglesias el poder para decidir la forma de colaboración con el PSOE y para negociar un programa, no para intentar crearse un gobierno paralelo.

Tenían el modelo del pacto valenciano, que será diferente en aritmética, pero la filosofía y la disposición de los actores eran válidas. Tampoco ha habido tentación de plagiar el famoso mestizaje, la mezcla de colores en las áreas de gobierno. Quizá en Madrid no lo ven tan bueno como aquí. Puede ser chauvinismo o el inevitable "meninfotisme" local.

Sánchez, Iglesias y sus asesores han debido estar tan metidos en sus tramas de ficción que no han debido captar lo peor de la semana: el olor a naftalina que ha dejado Santiago Abascal, con la violencia contenida de sus discursos y el regusto de las dos Españas. El "es de los suyos" con el que lanzó el nombre de Bertolt Brecht o su amenaza de una "oposición sin cuartel", con "toda la fuerza de la sociedad", deberían haber hecho saltar las alarmas, incluso de PP y Ciudadanos, pero todos han demostrado estar obcecados en ganar cuotas de poder y sus pequeñas partidas. La nueva política era esto. De serie.