Glenn Beck era un locutor de radio relativamente desconocido, con un complicado pasado de alcoholismo y conversión religiosa, hasta que la CNN lo contrató. En este canal consiguió alcanzar unos niveles de audiencia notables; repasaba la actualidad informativa con mucho humor y sensacionalismo, muchísima sobreactuación y alguna que otra teoría conspirativa, mezclando asuntos de interés general con el Armagedón, la Tercera Guerra Mundial y el Anticristo. Un día, Beck le pidió a Keith Ellison, el primer musulmán elegido en la Cámara de Representantes, que demostrara que no estaba "trabajando con nuestros enemigos". Algunos de sus excéntricos invitados, gran parte de ellos pastores ultraconservadores, se sentían muy cómodos en su programa difundiendo mensajes apocalípticos y sugiriendo, por ejemplo, que Vladimir Putin, tal y como indicaba la profecía bíblica, se aliaría con las naciones islámicas para destruir el estado de Israel. Un espectáculo bochornoso y periodísticamente ofensivo, sin duda, pero muy entretenido. Lo que algunos expertos denominan "magnífica televisión".

Esto llamó la atención de un cazador de talentos incomprendidos, un hombre llamado Roger Ailes, el fundador de Fox News, quien fichó a Glenn Beck en 2008. Aquella era una época idónea para el flamante presentador, pues en ese momento estalló la crisis financiera internacional y comenzó a gobernar el primer presidente negro de la historia de Estados Unidos, dos acontecimientos que serían convenientemente explotados por un nuevo populismo que, bajo los engañosos lemas de "responsabilidad fiscal" y "patriotismo constitucional", promovía la desconfianza hacia el Gobierno y la paranoia racial. Beck, gracias a la poderosa plataforma de Fox, se convirtió de inmediato en una estrella. Solía aparecer a las cinco de la tarde, la hora que se emitía el programa, junto a una pizarra, visiblemente alterado y en muchas ocasiones lloriqueando, moviéndose de un lado a otro, mientras señalaba el nombre de Barack Obama escrito en letras mayúsculas y unas flechas apuntaban a unas supuestas tramas y "agendas ocultas" en las que el presidente "podría" estar involucrado. En estas participaban "grupos revolucionarios", las "oligarquías" y la "izquierda internacional", así como diversos personajes, unos muertos y otros vivos, como el presidente Woodrow Wilson, el Che Guevara, el multimillonario George Soros y el activista afroamericano Van Jones.

Entre las numerosas conspiraciones que Beck contribuyó a propagar durante aquellos años cabría destacar una: cuando declaró que no podía negar la perversa fantasía de que el Gobierno estadounidense había instalado campos de concentración en el estado de Wyoming. Finalmente lo hizo, treinta días después, una vez que la sospecha fue asumida por los televidentes, quienes llamaban preocupados al programa porque, desde que un personaje de orígenes inciertos había asumido poder, su amado país se estaba transformando en la Alemania nazi. Beck sabía perfectamente cómo hacer que sus seguidores leyeran entre líneas, por muchas disculpas que luego se viera obligado a publicar a través de comunicados oficiales. El mal ya estaba hecho; la duda permanecía. El "movimiento" seguía creciendo.

La principal diferencia entre Glenn Beck y otros presentadores de Fox era que el primero no era solo un presentador sino también un líder persuasivo y un telepredicador carismático; en 2010, coincidiendo con el cuadragésimo séptimo aniversario del discurso de Martin Luther King, tuvo la osadía de organizar una manifestación multitudinaria en Washington DC enfrente del Monumento Lincoln para "restaurar el honor" de la nación. Cuando los reporteros acudieron al acto y preguntaron a los asistentes cuándo se había perdido el honor y por qué, las respuestas que recibieron fueron confusas, salvo que un comunista, probablemente musulmán y extranjero, estaba ocupando en ese momento la Casa Blanca. La cantidad de desinformación que circulaba por el National Mall aquel luminoso día era inquietante. Los temas que surgían, sin embargo, no nos resultan extraños hoy: inmigración, nostalgia por un pasado glorioso e indeterminado, islamofobia, una civilización cristiana al borde de la destrucción y una mayoría blanca que exhibe indisimuladamente su temor a perder su hegemonía.

El periodista Dana Milbank definió a Beck como "el primer demagogo de la televisión por cable", comparable en influencia a Charles Coughlin, un sacerdote católico que durante la Gran Depresión se dedicaba a lanzar soflamas antisemitas por la radio. Esto no significa que no existieran maestros de las fake news antes de que Beck entrara en escena, pero éstos se refugiaban en la periferia mediática, perdidos en el ciberespacio. El histriónico presentador había penetrado en el reino donde supuestamente habitaban los hechos. De acuerdo con una encuesta de Gallup realizada en el año 2009, Glenn Beck era uno de "los hombres más admirados del país", situándose en una asombrosa cuarta posición, compitiendo con Nelson Mandela y el papa Benedicto XVI.

La cadena decidió prescindir de él en 2011. El mal, claro, ya estaba hecho. En aquel entonces todavía no se hablaba de posverdad, a pesar de que millones de personas, encendiendo el televisor a las cinco de la tarde, ya podían acceder a ella. Nadie podía predecir tampoco el auge de la derecha alternativa, a pesar de que el reptil ya había roto la cáscara hace mucho tiempo.