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Juan José Millás.

El lugar del alma

A la gente le da risa esa aplicación para el teléfono móvil que la muestra cómo será de vieja. De ahí su triunfo. Todo lo que hace reír tiene éxito, aunque no tenga gracia. Familias enteras, en la sobremesa del domingo último, estuvieron fabricando un posálbum de fotografías entre las carcajadas nerviosas de los más jóvenes, que no se reconocían en aquellos rostros arrugados. Entre tanto, los rusos (es un decir) colaban en los teléfonos utilizados uno de esos virus que alimentan la ficha metafísica, de nombre big data, que será leída públicamente el día de la resurrección de los muertos, que está al caer. Todo esto se ha desmentido luego, o se ha matizado, aunque lo cierto es que cada vez que encendemos el móvil dejamos un rastro, igual que cuando lo apagamos. Cada una de las búsquedas que emprendemos a través de Google constituye una de las miguitas de pan gracias a las que Pulgarcito pretendía regresar a casa. Pero el capitalismo (incluso el capitalismo ruso) se come las miguitas lo mismo que en el célebre cuento se las comían los pájaros.

Significa que no lograremos volver a los orígenes. Ninguna App, de hecho, nos muestra cómo éramos de bebés o qué aspecto tenían el óvulo y el espermatozoide de los que procedemos. El día en el que iniciamos nuestra primera búsqueda digital comenzamos a perdernos. Los jóvenes no pueden emanciparse debido al precio de los pisos y al deprecio de los salarios, pero se extravían en internet sin necesidad de haber salido de su cuarto. Los hikikomori, de los que apenas se habla ya porque están normalizados, eran aquellos jóvenes japoneses que un día se encerraban en su cuarto y solo salían de él a través de la pantalla del ordenador. La familia creía que se encontraban allí mismo, en el dormitorio del fondo, pero se habían perdido mentalmente y aún no han dado con el camino de vuelta.

Gracias a FaceApp, además de averiguar cómo será el rostro de nuestros hijos y nietos, en el caso de que lleguen a viejos en un mundo tan duro, hemos empezado a comprender que algunas fotos nos roban el alma de verdad. Y es que el alma ya no se encuentra en la glándula pineal, como creía Descartes, sino en las entrañas del smartphone que llevamos en el bolsillo.

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