Envió un meme por Whatsapp, comprobando la pantalla con los ojos entornados, fracasando en la estrategia del disimulo, porque yo me di cuenta. Ella no; estaba en su burbuja. Tenía el rostro congelado en una mueca difícil. Con los brazos muy tiesos y a la vez temblorosos, como un campo de cereal que se agita en primavera con un comportamiento oceánico, se sujetaba al banco de madera del modo en que uno tantea el vacío bajo sus pies, echando de menos la tierra firme, explorando el abismo poco a poco. Movía una pierna, si es que en realidad no se movía sola, dando latigazos largos y sordos. Tensaba los hombros, miraba al suelo. Las vetas de la plaqueta aumentan el ensimismamiento.

La funcionaria salió con su carpeta y llamó a los abogados, una decena, por el nombre y los dos apellidos. Se dirigieron al estrado con la toga y los maletines y la estrategia perfilada. Todos sonreían en los minutos previos, y hablaban del tiempo y del nuevo alcalde y del fútbol, porque el asunto estaba resuelto, claro y meridiano. Saboreaban el pacto con la Fiscalía que libraba de la cárcel a doce traficantes de droga. Se imponía esa máxima de que más vale un mal acuerdo que un buen pleito. A mí me gusta la que un reputado abogado de Ourense me dijo una vez: "Es mejor que te pille un automóvil que un auto de procesamiento".

Ella parecía entender esto último mejor que su defensa, mejor que su pareja. Cuando la agente pronunció el nombre de la mujer, salió de su mundo desprovista de armas y argumentos. Reaccionó por primera vez en minutos y, lejos de sentir alivio por zanjar la causa de drogas con una condena favorable, entró en la sala con miedo y pesadumbre, como si fuera a quedarse atrapada para siempre al otro lado en Stranger Things. Lo intentaba pero le resultaba imposible. Abocetó una sonrisa rara.

Era un intento absurdo de convencerse, como el del aprendiz de escritor Arturo Bandini en Pregúntale al polvo' de John Fante: "Bajé los peldaños de Angel's Flight hasta llegar a Hill Street: ciento cuarenta escalones, con los puños apretados, no asustado de ningún hombre, pero sí temeroso del paso subterráneo de Third Street, temeroso de cruzarlo, por claustrofobia. Asustado también de los sitios elevados, y de la sangre, y de los temblores de tierra; por lo demás, ningún temor, salvo el temor de la muerte, de gritar en medio de la multitud, de una apendicitis, de sufrir del corazón, hasta de esto, estar en la propia habitación con un reloj en la mano y los dedos de la otra en la yugular, contando los latidos cardíacos, escuchando los extraños zumbidos y retortijones del estómago. Por lo demás, ningún miedo en absoluto".

Después de despedirla con un beso protocolario, el novio volvió al teléfono rápidamente para contestar un mensaje con un corazón rojo.