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Juan Carlos Laviana.

El juicio final

Se impone la costumbre de someter a los muertos a un test de idoneidad política para condenarlos o absolverlos

Cada vez se respeta menos el descanso de los muertos. Se ha extendido la moda de someter a un juicio sumarísimo a los ilustres recién desaparecidos, aprovechando que con su marcha revive su actualidad. Cada persona pública fallecida ha de pasar por un tribunal popular -al que nadie sabe quién ha dado tal prerrogativa- que decide, siempre con criterios políticos y subjetivos, si el finado es digno de la absolución o, por el contrario, debe ser condenado el mismo día de su funeral. Cualquiera diría que el difunto estuviera obligado a que su vida pública, y con demasiada frecuencia también la privada, superara algún tipo de test de idoneidad, o más bien de afinidad con quienes se arrogan la facultad de impartir justicia.

Son muchos los casos en que esos sobrevenidos jueces exigen al finado, o en su defecto a quienes le lloran, que demuestre la limpieza de su conducta, algo parecido a los certificados de penales o de buena conducta que se exigían para todo durante la dictadura.

Ríete tú del juicio final. El test incluye una amplia variedad de cuestiones que necesitan ser aclaradas. Son, más o menos, de este tipo. ¿Sus antepasados lucharon en la Guerra Civil? En caso afirmativo, ¿en qué bando? ¿Fue perseguido por la dictadura? ¿Luchó contra ella en la clandestinidad? ¿Estaba a favor del régimen del 78 o lo cuestionaba?

Si su profesión fue -pongamos una al azar-, por ejemplo, actor, ¿hizo películas que hoy serían políticamente incorrectas? ¿Sus trabajos fueron comprometidos o de mera diversión? ¿Recibió subvenciones del PSOE o del PP? (No se contempla la posibilidad de que no recibiera ninguna). ¿Alguna administración le impidió trabajar por motivos políticos? ¿Cómo se llevaba con sus compañeros de profesión? ¿Iba a contracorriente o a su aire? ¿Fue lo suficientemente nacionalista con su tierra o un exponente de los tópicos más rancios y folclóricos?

En cuanto a su vida privada, ¿su comportamiento con las mujeres fue el apropiado? ¿Vestía bien, pasado de moda o iba hecho un adefesio? ¿Heredó su fortuna o se hizo a sí mismo? ¿Se vendió al capital? ¿Se enriqueció? ¿Fue amigo de los poderosos? ¿Era católico? Y así.

Al último que enterramos, y a los que le lloramos, le interrogaron sobre todas esas cuestiones en forma de reproches. Se le cuestionó su conducta. Le pusieron todas esas pegas y muchas más. En la sentencia del amplísimo tribunal popular se podía leer una larga lista de imputaciones. Elijamos solo tres como muestra: "El feminismo no le perdona", "cualquier persona conocida, por muy impresentable que sea, parece merecedora de homenajes cuando fallece", "no me gustaban sus ideas"? Estos jueces disfrutan siendo el muerto en el entierro. Cualquiera diría que era el sepelio de los jueces y no del pobre hombre de cuerpo presente, cual Mario que aguanta inmóvil los reproches de su esposa Carmen durante las gloriosas cinco horas de Delibes. En un entierro, no importan las ideas de los enterradores, sino las del finado, que, por cierto, tenía todo el derecho a tener sus ideas, incluso siendo diferentes a las nuestras. Solo faltaba.

El último que se nos fue, pese a todo, gozó de cierta indulgencia. Al fin y al cabo, la inmensa mayoría del público le adoraba y, por si este fuera motivo pequeño, Pablo Iglesias hizo un cameo en una de sus series. Eso siempre imprime pedigrí. Pero los muertos, ahora, ya no se van de rositas como en aquellos tiempos en los que, por respeto -esa actitud tan extemporánea-, se hablaba bien de ellos o se callaba. Les ponen a caldo cuando se mueren, pero también es cierto que solo nos acordamos de sus hazañas cuando sabemos que ya no las vamos a disfrutar más.

No conocí al último que se nos murió, pero fue uno de los mejores ejemplos para cuando queramos mirar más allá. Gracias, Arturo Fernández. Descanse en paz.

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