Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Palabra

Forjada entre pronombres, verbos o conjunciones, cuando no adverbios y adjetivos, acomoda nuestro sentir al camino de la vida. Da razón de nuestro ánimo y alumbra nuestros pensamientos. Difícil vivir sin ella, pero también su asomo nos impone, pues no siempre se comporta con la necesaria prudencia ni ajusta a menudo nuestro decir a las ideas. Es la palabra, siempre la palabra. Esa parte íntima de nuestra realidad que nos comunica con el mundo, que nos enseña a conjugar el verbo compartir y que por ello nos hace solidarios con nuestros semejantes en el acompasado devenir de nuestros días. Nos muestra como somos y también como sentimos; e incluso su silencio es capaz de delatar nuestra conciencia. ¡Ojo con ella! Pues como actores o destinatarios de sus caprichos, no siempre nos mantiene a salvo de juicios y desatinos. Si en ocasiones nos protege como daga vizcaína, en otras nos desnuda con bochorno y embarazo. Infinidad de ejemplos que a diario se suceden en el bulevar de nuestra historia y que en ocasiones hasta nos salpican con donaire y regocijo.

Ángel Ossorio, abogado degradado a ministro, siempre presto a ofender a izquierda y derecha, abordaba con voz solemne y gran tronío cualquier asunto que le fuera encomendado. En una ocasión, aludía el debate parlamentario a los males de aquella sociedad: ¿Habéis pensado en nuestros hijos? ¿Qué va a ser de nuestros hijos? En un alejado escaño encuentra la respuesta: "De momento, al de su señoría ya lo hemos hecho subsecretario". Era la voz del diputado Joaquín Pérez Madrigal. Hacía honor a su apodo, el jabalí.

El francés Toulouse-Lautrec mantenía una tortuosa relación con el escritor Jean Lorraine. En uno de sus escabrosos encuentros, llega este a decirle "creo que me toma usted por imbécil". La respuesta del pintor da fe del talento expresivo de su palabra: "en absoluto lo creo; ahora bien, puedo estar equivocado". Similar ajuste es el que nos ofrece Sócrates allá por el año siglo IV antes de Cristo. No hablamos por tanto del famoso futbolista brasileño, también un versado en las letras. Solicitado su magisterio para educar al hijo de un rico ateniense, le pide a cambio unos altos honorarios. El cicatero padre le reprocha que con ese dinero podría hasta comprarse un asno. La destreza verbal del filósofo tampoco se hace esperar: "pues, cómprelo usted; así tendrá dos".

Es cierto también que no siempre una palabra concita la misma acepción o contenido, como a menudo advertimos. En los tribunales de justicia suele denominarse actor al que promueve una demanda, al que reclama algo. En una ocasión, llamaba el agente judicial a quien debía ratificar su intervención: ¿es usted don Prudencio, el actor? No; yo soy Prudencio, pero soy albañil?Efectivamente, era el actor. Al igual que aquel banquero, de renombre él, que sorprendido por la diligente llamada de su abogado que le anuncia "ya tenemos sentencia, al fin la verdad prevalece", tan solo acierta a decir "pues, recurra inmediatamente". Sabía que, como nos ilustra Calderón, no está la culpa en que la culpa se cometa, sino en no hallar una acertada disculpa. Tan alto poder, otorgaba el insigne a nuestra protagonista, la palabra.

Permítame también el Arzobispado de Canterbury, aunque sobre mi fe no tenga ascendencia, el relato de un suceso en el que el prelado fue víctima propiciatoria del cuarto poder que es nuestra amada prensa. "The Media", que dirían sus feligreses. Con motivo de un viaje a Nueva York, fue advertido por sus asesores de los peligros que le acechaban al afrontar las preguntas de los informadores de la plaza. "Calmaos; sé cómo manejarme con los periodistas". Sin embargo, en absoluto el éxito colmó su confianza. Nada más aterrizar, la primera pregunta fue qué pensaba de los prostíbulos en los barrios del Este de Manhattan. ¿Hay prostíbulos en el Este de Manhattan?, inquirió, con razonable inquietud. Sin proponérselo, había dado el gran titular. Así aparecía en portada: La primera pregunta del Arzobispo de Canterbury fue si había prostíbulos en el Este de Manhattan. Las sutiles aclaraciones no amainaron todas las dudas.

En definitiva, es la palabra un precioso don y un arma poderosa. Que habrá de ser manejada en las más de las más de las veces con tacto y cautela, pues una vez salida, no siempre se acoge al retorno.

Quisiera ofrecer estos episodios a la sonrisa de Ana y Jorge, en tributo de admiración y gratitud. Ellos también nos enseñan cada día que cuando las dificultades nos oprimen y el hablar se contiene, encuentra también la palabra su expresión en el gesto, en la mirada amplia, profunda y sentida; y sobre todo, en la venerada complicidad de una vida compartida con éxito, generosidad y afecto.

Compartir el artículo

stats