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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Las fronteras del calor

Desde que la Unión Europea suprimió las aduanas, las únicas fronteras que nos van quedando son las climáticas, como ha denotado la última ola de calor. Hasta el Reino Unido, que lleva un par de años porfiando en darle otra vez trabajo a sus aduaneros, tuvo que admitir que, en cuestión de temperaturas, es tan europeo como cualquiera de sus todavía socios del club. Para desdicha de los eurófobos, en Londres se cocieron igual que en Madrid o en Berlín.

Por el lado oriental, la frontera del frío se situó en Rusia, lo que parece lógico tratándose del país del General Invierno que tantos disgustos dio a Napoleón y a Hitler. Más raro parece ya que, en la banda occidental del continente, el límite del bochorno lo estableciesen el antiguo Reino de Galicia y parte del Principado de Asturias. Mientras Europa hervía, los vecinos del noroeste peninsular siguieron con su jersey y su chaquetita de lana, sin descuidar una manta ligera para combatir el relente de la noche.

Ni Asturias ni Galicia, que es reino del Finis Terrae y parece siempre a punto de caerse del mapa, tuvieron noticia de ese sofocante frente sahariano. Por las teles salía gente sudorosa, calles desiertas de transeúntes y locutores que daban consejos para no perecer bajo un golpe de calor; pero esos parecían avisos de otro mundo en la frontera climática occidental de Europa.

Se diría que Galicia es tierra conservadora en la que, por no cambiar, no cambia ni el tiempo; pero ese resulta un argumento de imposible utilización en la Asturias de tradición minera y revolucionaria. Ni siquiera el caso gallego, que, a pesar de las apariencias, avala las teorías sobre el cambio climático, podría ser usado por los que refutan el calentamiento global.

En realidad, el tiempo cambia a diario en Galicia, donde los más veteranos acostumbran a salir a la calle con paraguas aun cuando el cielo esté perfectamente despejado. Saben los gallegos por experiencia que el sol matinal puede convertirse en lluvia a mediodía y en tormenta a media tarde, justo antes de que las nubes se vayan para dejar otra vez el fin de la jornada en tono azul.

Ocurre así porque lo propio del clima es cambiar; al menos en la frontera meteorológica del noroeste que divide a las dos Españas del sol y la niebla. Es natural. Si el tiempo fuese uniforme día tras día, los servicios de predicción atmosférica perderían toda su utilidad e interés. Habría que buscar otro tema de conversación para cubrir ese breve lapso de incomodidad que nos afecta cuando compartimos el ascensor con un extraño.

Sorprenden, si acaso, las alarmas con las que fue recibida este año la primera embestida estival del calor. Anotaba Moratín en unos viejos ripios el asombro que le produjo a un portugués el hecho de que, ya desde la temprana infancia, todos los niños de Francia supiesen hablar en francés. Algo parecido sucedió esos días de ahí atrás con el tiempo. ¡Es verano y hace calor!, proclamaban admirados los que se encargan de darnos el pronóstico y la murga en los telediarios.

Fue cosa nunca vista, desde luego; aunque la volvamos a ver todos los años por esta estación en la que los soles ferroviarios pueden ser cualquier cosa, excepto una rareza. Lo raro, más bien, fue el pequeño oasis de clima templado que puso aduanas al calor en el noroeste de la Península. Aún quedan fronteras para la meteorología.

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