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El espíritu de las leyes

El próximo fascismo

Si ha de venir, y ello no está escrito fatalmente en los astros, el próximo fascismo no sería el de las camisas negras, pardas o azules y los desfiles nocturnos a la luz de las antorchas. La dominación fascista -con la consiguiente destrucción del Estado democrático de Derecho-- revestiría otras formas y otras apariencias. Para intuir cuáles, hemos de partir de una constatación que preocupa hoy a politólogos y juristas: la crisis de la actual democracia representativa y partidista en Europa.

Según un artículo académico muy reciente del iuspublicista Giovanni Moschella, que resume la posición de muchos otros estudiosos, hay, en primer lugar, una crisis de la soberanía estatal (entendida, cabe precisar, como capacidad real de cada Estado para adoptar políticas propias) en el marco de un mundo globalizado y de una Unión Europea escorada predominantemente hacia el aspecto económico del proceso de integración continental. Ahora bien, Europa, podríamos añadir nosotros, es un "estar" cada día más presente en la vida cotidiana de los europeos sin constituir, empero, un "ser" sustitutivo de las identidades nacionales. Ello explica que la crisis económico-financiera de la última década y el dramático aumento de la desigualdad en nuestras sociedades hayan generado en la ciudadanía una fuerte oposición a los organismos internacionales y supranacionales y una exaltación de las políticas identitarias en cada país. Añádase a esto la elevada corrupción político-administrativa, la pérdida de credibilidad de los partidos tradicionales (liberales y socialdemócratas) como fuerzas de gobierno eficaz y la intensificación de los flujos migratorios (especialmente aquellos étnica y culturalmente extraeuropeos), todo lo cual ha alimentado la aparición o el reforzamiento de los movimientos políticos de matriz nacional-populista. Y la "nacionalización", en mayor o menor grado, de todos los demás, hemos de añadir.

Como sucedió durante el período de entreguerras del siglo pasado (1919-1939), tales movimientos apelan a un pueblo considerado como una entidad única y homogénea en contraposición a extranjeros y emigrantes, e igualmente a los poderes del establishment político y económico que pongan en riesgo, por incurrir en cosmopolitismo, su integridad como tal pueblo; o sea, como entidad unitaria orgánica (vale decir, biológicamente "viva"), al tiempo que "virtuosa y pura". En suma, vuelven el Volk y lo völkisch, la idealización romántico-racial del pueblo genuino y amenazado de contaminación. De un lado estarían, pues, las élites (los partidos y sindicatos tradicionales, los poderes económicos y sus lobbies, así como los medios de comunicación), o sea, el no-pueblo; de otro, el pueblo "nacional" en sentido estricto.

En segundo lugar, señala igualmente Moschella, la crisis de los partidos democráticos comporta así mismo la debilidad de las instituciones democráticas. De ahí la fuerte personalización actual del liderazgo político y, en la misma línea, las propuestas, formuladas en los últimos años, tendentes a una superación del sistema parlamentario mediante la elección popular directa del jefe del gobierno y otras formas de democracia plebiscitaria o "social" dirigidas al desmantelamiento de la democracia de partidos. Aquí habría que incluir las pretensiones de una completa "democracia electrónica", susceptible de manipulaciones incontrolables, en aras del principio de igualdad absoluta de todos los votos y de la supuestamente plena implicación del pueblo en los procesos decisorios. De llevarse adelante tales propuestas -y, como la historia ha demostrado, los sistemas democráticos pueden entrar en crisis y sucumbir--, las instituciones fundamentales de la democracia liberal darían paso a una relación directa con el pueblo por parte de un líder político carismático. El principio de identidad, la unión hipostática entre Volk y Führer, sustituiría entonces al principio de representación típico de la separación entre Estado y sociedad, y la democracia pluralista se extinguiría.

Aquello que vendría después resulta fácil de imaginar.

Lo dicho hasta aquí no es, en absoluto, una premonición, sino un mero ejercicio de lucidez. Por supuesto, todavía estamos a tiempo. Aún no se percibe el olor característico del final de Weimar en toda su intensidad: solo algunos inquietantes efluvios.

* Profesor emérito de Derecho Constitucional

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