A medida que el tiempo pasa, y son ya dos meses desde las elecciones, la espera de los españoles por el nuevo gobierno se va convirtiendo en una mezcla de sensaciones conocidas. El nombramiento del presidente, que en una democracia de casi medio siglo debería conseguirse mediante un trámite más o menos sencillo, está resultando un proceso largo, turbio y confuso, que amenaza con provocar una gran frustración. Los años de la reciente crisis han supuesto un buen aprendizaje para los ciudadanos, aunque no parece que lo hayamos aprovechado plenamente, pero eso sí, han dejado en evidencia los mayores defectos de la clase política. El particularismo que denunciara Ortega en sus diversas formas actuales, el partidismo, el tacticismo y el personalismo; una selección muy deficiente de los dirigentes políticos y, además, algunas carencias palpables de la cultura democrática del país en general, son problemas añadidos a la hora de solventar situaciones complicadas, como es este enredo en el que nos vemos atrapados.

Pedro Sánchez es el actor principal. Carga con la máxima responsabilidad en la formación del gobierno. Ha ganado las elecciones, es el único aspirante con posibilidades reales de reunir los votos necesarios para su investidura y ha recibido el encargo del Rey. En su modo de proceder hay algo insólito que no deja de generar cierta desconfianza. Fue aupado a la presidencia del Gobierno sin presentar un programa, salió vencedor de unas elecciones cuya campaña siguió desde la barrera y reclama, con el acta de los 123 diputados socialistas bajo el brazo, el apoyo de unos y la abstención de otros para seguir gobernando, pero sin compartir el Gobierno. No se sabe que haya planteado una coalición al PP o Ciudadanos y se niega, por ahora, a nombrar ministros de Podemos. En pura lógica política, su pretensión de gobernar en solitario está abocada al fracaso. En las elecciones ha obtenido una mayoría con muchas limitaciones, empezando porque suma el mismo número de escaños que el PP y Ciudadanos, y los partidos que han anunciado su disposición a pactar, varios de los que apoyaron la moción de censura, exigen, como cabía esperar, una negociación del programa y, en el caso de Podemos, una presencia en el consejo de ministros proporcional a su fuerza electoral y parlamentaria.

De las declaraciones de los líderes de los grandes partidos se desprende que el proceso electoral acabará siendo una oportunidad perdida. El resultado de las elecciones de abril invitaba, como ha interpretado un sector amplio de la opinión pública, a la formación por primera vez de un gobierno de coalición. Descartado el PP, estaría formado por el PSOE y Ciudadanos. Su formación no necesitaría de una negociación múltiple con numerosos partidos de diferente orientación política y tendría el respaldo de una mayoría parlamentaria consistente. La coalición permitiría a ambos partidos cumplir sus objetivos. El PSOE seguiría gobernando confortablemente y Ciudadanos alejaría del gobierno a la izquierda más radical y a los independentistas, al mismo tiempo que le facilitaría la posibilidad de aplicar algunas de sus políticas y ejercer un control más estrecho sobre el conjunto de la acción del ejecutivo.

Sin embargo, ambos partidos rechazan esta coalición, sin que estén claros los motivos. Ciudadanos teme que le haga perder posiciones en la pugna por el liderazgo de la derecha, aunque sea a costa de debilitar al gobierno de España ante el envite de los nacionalistas catalanes y vascos, y Pedro Sánchez ha reiterado en Osaka su apuesta por presidir un gobierno de izquierdas, a pesar de las dificultades y la incertidumbre que le salen al paso en esa dirección. Sea por diferencias estratégicas o por mero juego táctico, el hecho es que entre el PSOE y Ciudadanos, partidos más cercanos de lo que nos hacen creer, no se percibe un diálogo fluido y no hay esperanza de que se avengan a un acuerdo para gobernar.

Así las cosas, el gobierno está en manos de los partidos que propiciaron la moción de censura. Pedro Sánchez ha recordado que si las elecciones fueron un plebiscito sobre él y aquella iniciativa que encabezó, los partidos deberían tomar nota del resultado, pero tampoco conviene olvidar que la aventura terminó al cabo de pocos meses en unas elecciones anticipadas. Los partidos nacionalistas no prefieren a Pedro Sánchez para evitar a la derecha, sino porque un gobierno socialista apoyado por ellos sería más débil y estaría obligado a mostrarse más receptivo a sus demandas.

El comportamiento de los partidos tras las elecciones augura una legislatura inestable. La política de bloques se instaló en sustitución del formato bipartidista, pero el eterno partidismo español libra su batalla en el interior de cada bloque. Los partidos no traspasan la línea que separa a la derecha de la izquierda y compiten entre sí en cada espacio político. La animadversión de Vox hacia Ciudadanos es tan visible como el desencuentro cada vez más patente entre el PSOE y Podemos. La desconfianza, como ha confesado Pablo Iglesias, está extendida por todo el ámbito que ocupa la política. El resultado es que la política española va adoptando formas minifundistas: partidos que ponen su interés muy por encima del general, discursos alicortos y una disputa desnuda por los puestos. Cada partido se dedica por entero a proteger su parcela, desentendiéndose de la marcha del interés general y de compartir objetivos comunes. Entre pactos secretos rotos y negociaciones en las que es difícil distinguir la farsa de la realidad a secas, los españoles se preguntan por qué en España no es posible un gobierno de coalición, incluso aunque ello conlleve la convocatoria de otras elecciones.