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Personas, casos y cosas de ayer y de hoy

Goya. ¿Cuál fue su enfermedad y cómo le afectó?

De la barandilla del balconcillo que recorre el nivel intermedio de nuestra biblioteca, para facilitar el acceso a los libros de los anaqueles más altos, cuelgan algunos cuadros, fotografías y objetos que, por distintos motivos, tienen un especial significado y forman el entorno amable del que les escribe. Entre ellas figura un apunte a carboncillo, de autor desconocido, de la parte izquierda del óleo La romería de San Isidro (1819/20-1823), de Francisco de Goya y Lucientes (Fuendetodos, 1746 -Burdeos, 1828). El apunte perteneció a mi suegro, Rafael Torres Carranque, entusiasta de la pintura y también buen dibujante (véase: Un dibujante de la edad de plata en Ourense. Faro de Vigo, 25.09.2011) que, durante su estancia en Madrid a mediados del siglo XX, se lo adquirió a un copista de los tantos que ejercían su oficio en el Museo del Prado. Resulta indudable su calidad y su contemplación siempre me impresionó y hoy me da pie a este artículo. Además, si es que se necesitan más justificaciones, Goya no es ajeno a Galicia: posiblemente visitó nuestra tierra para realizar el retrato de Raimundo Ibáñez, Marqués de Sargadelos, algunos de sus tapices se conservan en los Museos Catedralicios de Santiago y parece indudable su influencia sobre Castelao y otros pintores gallegos.

La pintura original de La romería de San Isidro es una de las catorce que constituyen las conocidas como Pinturas Negras que Goya ejecutó entre 1820 y 1824, al óleo, sobre un enlucido de yeso, directamente sobre las paredes de su residencia conocida como la Quinta del Sordo, una casa de campo situada en las cercanías de Madrid, al otro lado del río Manzanares. De las catorce pinturas, siete estaban en la planta baja y otras tantas en el primer piso. Dos fuentes documentales han sido básicas para su conocimiento. Una es el primer inventario de estas pinturas, elaborado por Antonio de Brugada (1804-1863), pintor de cámara de Isabel II y amigo de Goya. La otra corresponde a una minuciosa descripción de estas pinturas elaborada, en 1867, por el dibujante y literato francés, de origen español, Charles Yriarte (1832-1896). Gracias a estas dos aportaciones sabemos los títulos de estos extraños cuadros, con toda probabilidad los mismos que le puso el propio Goya. Además, para completar su descripción, en la Quinta contamos con la serie de instantáneas que realizó, en 1863, el excelente fotógrafo francés, afincado en Madrid, Jean Laurent Minier (1816-1886).

En 1823 Goya donó la Quinta a su nieto Mariano Goya Goicoechea (1806-1827), que al ser menor de edad y sin recursos para mantener la propiedad, se la traspasó a su padre Francisco Javier de Goya y Bayeu (1784-1854). Muerto este, la Quinta pasó por diversos arrendadores y propietarios. Uno de ellos, en 1873, fue Fréderic Emile d´Erlanger (1832-1911), que encargó al restaurador del Museo del Prado, Salvador Martínez Cubells (1845-1914), trasladase las Pinturas Negras a lienzo. La tarea la ejecutó ayudado por sus hermanos Enrique y Francisco, introduciendo algunos cambios y reducciones, aunque sin afectar de modo sustancial a la obra. Las telas serían expuestas en 1878 en la Exposición Internacional de París, sin demasiado éxito y con críticas que aludían a su fantasía y extravagancia. Finalmente, en 1881, d´Erlanger se las cedió al estado español y fueron depositadas en el Museo del Prado, donde hoy pueden ser contempladas. Un estudio de Carmen Garrido, en 1984, descubrió la existencia de otras pinturas debajo de las visibles -a base de paisajes con motivos costumbristas- que Goya no solo no borró sino que incluso aprovechó parcialmente (para saber más lean a Valeriano Bozal en: Pinturas Negras de Goya, Madrid: Tf. Editores; 1997).

La denominación Pinturas Negras fue dada a estos lienzos en 1928, con motivo del centenario de la muerte del pintor. El calificativo puede ser considerado como impropio, pues en realidad tienen color, están realizadas al claroscuro, de blanco y negro, o grisalla, con tonos de color y en ocasiones con diversos colores, a veces intensos y vibrantes. Muchos críticos e iconólogos han interpretado estas obras con una explicación rígidamente biográfica, como expresión de su vida desordenada, la tristeza y amargura de sus frustraciones personales y amorosas y la grave enfermedad sufrida en 1792-1794, circunstancias que le acarrearon un pesimismo tenebroso. Esta situación de melancolía, introversión y enfermedad le induciría a unas alucinaciones monstruosas y a visiones terribles y desesperanzadas del mundo y de los hombres que el pintor juzgaría como una cloaca de brutalidad y salvajismo. De todos modos, sin dejar de tomar en consideración las razones biográficas que conllevaron a este estado a Goya, todas muy importantes, Bozal hace hincapié en que su estado anímico y de salud no se tradujo de igual forma en la obra por encargo que en las Pinturas Negras, que eran de carácter personal, para decorar su casa, y para ser contempladas por él mismo, su familia y sus amigos. Asimismo, advierte que este tipo de obra no apareció de forma brusca y que los cambios del Goya luminoso al Goya sombrío ya se había hecho presentes mucho antes. Las Pinturas Negras formarían parte de la una nueva experiencia común de diversos artistas de aquella época. Los rasgos de modernidad y la unión de la representación de la realidad con el mundo irracional y subconsciente ya eran evidentes antes de su enfermedad, aunque de forma más velada.

En cualquier caso, lo cierto es que Francisco de Goya, cuando atravesaba un momento de plenitud artística y de triunfo personal, durante un viaje a Andalucía en otoño de 1792, a la edad de 46 años, cayó gravemente enfermo en Sevilla, lo que le obligó a refugiarse en Cádiz, en casa de su amigo el industrial Sebastián Martínez, donde pasó una larga y dura convalecencia. Diversas fuentes documentales, entre las que está la correspondencia con su cuñado Francisco Bayeu y a su amigo Martín Zapater, permiten acceder a su cuadro clínico. El artista manifestó un compleja sintomatología: dolores cólicos abdominales, cefaleas intensas, alucinaciones, vértigos, ataxia (incoordinación), acúfenos (sonidos en el oído sin fuente externa) y sordera, alteraciones de la visión y temblores y paresia del brazo derecho. Después evolucionó hacia una mejoría progresiva; en palabras de su propio cuidador, Sebastián Martínez: "el ruido en la cabeza y la sordera en nada han cedido, pero está mucho mejor de la vista y ya no tiene la turbación que tenía, que le hacía perder el equilibrio. Ya sube y baja las escaleras muy bien y por fin hace cosas que no podía". Finalmente se recuperó, quedando como única secuela una sordera irreversible que le impuso el aprendizaje del lenguaje de sordomudos. A los síntomas presentados por Goya podemos unir los signos que se observan en su Autorretrato con el doctor Arrieta, 1820 ( The Minneapolis Institute of Arts), que el propio pintor regaló a su médico. En la imagen de Goya se evidencia palidez intensa, como manifestación de anemia; expresión de dolor y malestar; actitud de entrega e hipotonía; incapacidad para sostener la postura sin el abrazo amigo de su médico, y para llevar él solo la medicina a la boca; dificultad para respirar, expresada por la boca entreabierta y la típica actitud de aferrarse a las sábanas para ayudar a la mecánica respiratoria? Y en el fondo, una serie de figuras que se confunden con la oscuridad, identificadas como las Parcas que sujetan el hilo de la vida del moribundo pintor -la antes aludida unión de los retratos realistas de Goya y su médico con estos espectros imaginarios-.

Ante este conjunto sindrómico las hipótesis diagnósticas sobre su padecimiento han sido múltiples y la bibliografía interminable. Entre otras muchas, se plantearon: psicosis maníaco-depresiva, esquizofrenia, sífilis, malaria, tifus, encefalitis, meningitis, esclerosis múltiple, síndrome de Susac? pero ninguna va más allá de simples conjeturas o creencias. La más realista y con mayores evidencias, al tiempo que la más repetida, es la de saturnismo -también llamado "cólico de los pintores"-. El saturnismo es la intoxicación crónica por plomo y su nombre hace referencia al dios Saturno -que el propio Goya pintó en la Quinta- y, de forma más concreta, a la asociación de este metal pesado con el planeta Saturno, cuya órbita era la más lenta conocida. Tanto los síntomas como los signos del enfermo son los característicos de este envenenamiento, que afecta a todo el organismo, pero de forma esencial al sistema hematopoyético (formación de sangre) y al sistema nervioso. Y a estos datos podemos sumar sus antecedentes: el pintor utilizaba pigmentos con alto contenido en plomo y otros componentes tóxicos, entre ellos el albayalde, el amarillo de Nápoles, el litargirio, el minio o rojo Saturno, el sulfuro de mercurio o el arseniato de cobre. Justamente, el albayalde, también conocido como blanco de plomo, era muy utilizado por Goya para la imprimación de las telas sobre la que se aplican los distintos colores, al tiempo que permitía lograr los efectos de transparencia como el que podemos observar el retrato en que 1800 realizó a la condesa de Chinchón. Las vías de entrada principales del metal son la respiratoria, la digestiva y la dérmica. En el caso de Goya serían la vía aérea, cuando descargaban los pigmentos en el taller, y la dérmica, pues aplicaba con frecuencia los pigmentos directamente con los dedos. Asimismo se sabe que el pintor fue tratado en los baños termales de Trillo, que en aquel entonces se prescribían para el saturnismo (para saber más lean a María Teresa Rodríguez Torres en: Goya, Saturno y el saturnismo : su enfermedad. Madrid: Fotojae; 1993).

En lo que respecta al pronóstico, está descrito en la mayoría de los adultos, que si cede a tiempo la exposición al plomo, los síntomas son reversibles, aunque pueden quedar secuelas neurológicas, como le sucedió a Goya con la sordera. Cuestión distinta son los niños, en los que es más frecuente la afectación neurológica permanente. En el Departamento de Pediatría de Ourense, a principios de la década de los 80 del siglo pasado, detectamos casos de niños con intoxicación por plomo, lo que nos llevó a constituir un equipo de trabajo, encabezado por la doctora Berta Collarte -en el que nos ayudó generosa y eficazmente su padre, Guillermo Collarte-. El estudio, del que fui director, demostró que cerca del 30 % de los niños de la ciudad de Ourense tenía niveles de plomo no tolerables. La fuente de intoxicación era el agua de bebida de los domicilios, debido a las tuberías de plomo. A nosotros nos valió el Premio Nacional de Pediatría Social, pero no hubo respuesta institucional de ningún tipo. En 2002 la Unión Europea prohibió el uso de este tipo de tuberías. Desconocemos cuál fue la evolución de los entonces niños expuestos, si les provocó o no algún déficit medible, y tampoco sabemos cuál es la situación actual.

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