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Recuento

Al fin se han depuesto las hostilidades. La proclamación de alcalde o alcaldesa ha supuesto el toque de retreta al fuego impío que avivaba las negociaciones cruzadas en aquellos municipios en los que la voluntad de los ciudadanos debía ser interpretada; cuando no ignorada y hasta burlada con descaro y alevosía. Si la mayoría absoluta supone un Rubicón de imposible retorno y, como tal, destino incontestable, una mayoría simple origina en demasiadas ocasiones tramas que arrinconan hasta los más excelsos sainetes de Carlos Arniches. Cuando no eclipsan las siniestras obras del gran Mario Puzo, con El Padrino a la cabeza.

Y es que con la responsabilidad de compartir destino y, por lo tanto, coadyuvar al bienestar de nuestros ciudadanos, había trabado alianza la vanidad del cargo. Esa erótica del poder que como sobrealza oculta en el zapato solo engaña al espejo. Porque nuestra cruda realidad seguirá imperturbable y nuestros defectos irresolutos, por afectados que sean nuestros modales o egregios hagamos nuestros andares. Sucede que, como nos enseñó el gran matemático y mejor persona don Urbano Pérez, en tiempos en los que el don acompañaba al profesor, casi siempre la grandeza suele refugiarse en la humildad. Estas elecciones y sus posteriores pactos, contratos y componendas han presentado en sociedad, ya sin rubor ni recato, un tercer elemento: la exigencia del puesto de trabajo como principio político innegociable. A semejanza de los romanos, do ut des, lo mío por lo tuyo. Aunque tal vez resulte más apropiado al caso un facio ut facias.

Hemos de convenir sin duda que pocos honores restan por alcanzar a quienes en el tribunal de las urnas han encontrado un respaldo, una confianza y un afecto popular como el logrado por Abel Caballero en Vigo, María Ramallo en Marín u otros pocos dignatarios en sus respectivos municipios. Porque no solo supieron captar la voluntad de quienes comparten ideario, sino que demostraron que precisamente no hay mayor enemigo del bienestar general, y en consecuencia también del sentir ciudadano, que el sectarismo ideológico aplicado a la acción municipal de gobierno. Sirva esto de reflexión a quienes ocuparon, afortunadamente de modo efímero, las alcaldías de Santiago, Coruña o Ferrol. Y también a quienes el revés en los comicios ha llevado a denostar, demonizar y hasta purgar manu militari a los que hasta hace unos días vitoreaban como sus más excelsos políticos. Injusta e inadecuada lectura del bello poema que sobre la milicia había escrito Calderón: aquí la más importante hazaña es obedecer y el modo como ha de ser es ni pedir ni rehusar. En instrucción de orden cerrado, cuando alguien se equivoca en formación aconsejan permanecer inmóvil. Se nota menos el error. Al menos, cuando este ha existido.

Pero es lo cierto que, como decimos, junto a estos ejemplos de buen hacer y proceder, hoy advierte nuestra política nacional y municipal la irrupción de conductas que en nada ennoblecen la legítima ambición de procurar el bien común. No solo prima en demasiadas ocasiones la ambición personal, sino que es esta la que informa y dirige la acción de muchos personajes. Causa rubor advertir a un impostado Pablo Iglesias suplicando un cargo ministerial como salvación de España, la misma que ni pronuncia ni siente. A Rivera, abrazar todo cuanto se ponga por delante, pero, como Keanu Reeves, mostrando con sutileza la mano que salve su original castidad. O contemplar en los pasillos de nuestros consistorios a personajes ofreciendo sus votos simplemente al mejor postor, y que convierten así la confianza sana y leal de sus votantes en un cheque en blanco con el que pagar sus vanidades y hasta vindicar sus afrentas.

Hoy toca hacer recuento. De lo prometido al ciudadano y de lo obtenido por este. Y en no pocos lugares, muchas decisiones habrán desacreditado infinidad de promesas y puesto en cuarentena honras y prestigios. Cuatro años tendrán por delante quienes así actuaron para justificar el camino emprendido, si no lo enmiendan. Y no es fácil tarea. Su particular coherencia les impide reparar en lo verdaderamente importante: el compromiso con sus vecinos y el respeto a la voluntad que estos libremente expresaron con su voto.

Hace ya largo tiempo, sostenía Ramón y Cajal que una de nuestras mayores desdichas era anteponer el interés individual al colectivo. Afortunadamente, en la inmensa mayoría de nuestras poblaciones siempre encontraremos personas que dedican sus vidas a mejorar las de sus conciudadanos, sin esperar más recompensa que el honor del compromiso y la palabra dada.

Ante tan descorazonador escenario de trueque y cambalache, no podrán los partidos seguir sustrayendo al ciudadano su capacidad de decisión en una inaplazable segunda vuelta electoral, que venga a poner orden y cordura en tanta anarquía.

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