Reflexionar sobre el juicio del Supremo no es grato. Porque es un asunto que divide, a veces con pasión, y porque nadie tiene toda la razón.

La incardinación de Cataluña en España es una cuestión política. En la transición, quizás por el pacto de Adolfo Suárez y Josep Tarradellas, la presencia de dos catalanes, Miquel Roca de CDC y Solé Tura del PSUC (luego del PSC), en la ponencia constitucional, y por el miedo subyacente a una temida marcha atrás, el asunto se abordó bien. La Constitución del 78 tuvo en Cataluña un respaldo superior a la media española y la conflictividad fue bastante razonable hasta el Estatut del 2006.

Entonces hubo un choque entre la mayor parte de partidos catalanes y la derecha española. Las cámaras (Congreso y Senado) aprobaron un Estatut retocado, pero en el 2010, cuatro años después y tras una gran y muy agria batalla, el Tribunal Constitucional (TC) dictó una sentencia que buena parte de Cataluña encajó como un bofetón. El president Montilla ya había advertido de la creciente desafección, Artur Más inició entonces la conversión de CDC del autonomismo al independentismo y se produjo un grave conflicto que la crisis económica agravó. Y llega en el 2012 la primera gran manifestación separatista del 11-S.

Todo se complica. El Gobierno de Madrid no sabe ni negociar ni controlar la situación. El separatismo, con lista única de CDC y ERC, gana las plebiscitarias del 2015 prometiendo la independencia, pero sólo con el 48%. No había ningún mandato jurídico relevante. El Parlament proclama que no está sometido al TC, pero luego recurre ante el mismo tribunal la providencia del TC que anula dicha decisión. Un disparate.

El independentismo se cree legitimado por el activismo de la ANC y por el 48%. El Gobierno de Madrid contesta que la legalidad es la legalidad. Cierto, pero ¿no hay nada más? Es ahí cuando el secesionismo con las leyes del 6 y 7 de setiembre del 2017 de desconexión y referéndum, que anulan la Constitución y el Estatut, votadas pese al dictamen contrario de los letrados del propio Parlament, luego con el referéndum ilegal del 1-O -reprimido con brutalidad- y la declaración de independencia del 27-O, comete el grave error de quebrar gravemente la legalidad. La noche anterior Puigdemont -alertado por los consellers Santi Vila (PDeCAT) y Carles Mundó (ERC)- dice que debe aceptar la mediación de Urkullu: convocar elecciones y evitar el 155.

Pero la pasión pudo a la razón y el Parlament proclamó al menos un simulacro de independencia, que dividió a Cataluña y generó indignación en el resto de España. Hubo intento claro de ruptura, sin violencia suficiente, sin la colaboración activa de la policía autonómica y sin ningún efecto práctico pues la bandera española nunca fue arriada del Palau de la Generalitat. Y Rajoy recurrió al 155 para convocar elecciones en 55 días, el plazo más corto posible.

¿Qué fue aquello? ¿Una rebelión verbal y fugaz sin traducción práctica y con acatamiento posterior a la Constitución, al admitir los soberanistas el 155 pues concurrieron a las elecciones?

Pero tras el 27-0 era imposible que los tribunales no tomaran cartas en el asunto. En ningún país civilizado se violan gratis las leyes fundamentales. Clara Ponsatí, la exconsellera de Educación, ha dicho que jugaban al póquer e iban de farol. Si así fuera la responsabilidad penal quizás sería menor pero la frivolidad política aún sería mayor. Quizás estemos ahí.

El Supremo empezó la inevitable instrucción. A juicio de muchos catalanes -sean o no secesionistas- con demasiada severidad, con prisiones provisionales incondicionales y sin fianza excesivas (pese a que ha habido huidos) y todo amparado la imputación de rebelión por la Fiscalía que hasta la Abogacía del Estado no comparte. No ha sido un buen momento para el secesionismo (con dirigentes encarcelados) ni para la Justicia española (un alto tribunal alemán no ha visto rebelión). Pero ahí estamos.

El juez Marchena ha acertado al permitir transparencia con la retransmisión del juicio por TV. Ahora el Supremo debe dictar una sentencia justa y proporcionada. Nadie puede tirar la primera piedra sobre que todo haya acabado ahí. Ha habido mucha incompetencia y equitativamente repartida. Al Supremo no se le puede pedir que resuelva un conflicto político en el que los políticos han fracasado. Sí hay que exigirle que no perjudique el crédito de la democracia española y que, en la medida de lo posible, no haga que la difícil solución al conflicto -que solo puede ser política- sea todavía más espinosa.