A estas horas, consumadas ya las operaciones que el presidente Feijóo definió como propias de "tómbolas" y/o "subastas", quizá sea momento para recapacitar sin ira sobre lo ocurrido. Más allá de las sorpresas, si es que cabe calificarlas de ese modo, porque la cuestión de los pactos va más allá de que gusten o disgusten a beneficiarios o a perjudicados e incluso a pesar de que exista discrepancia sobre la ética y la estética que los permite frente a otros modelos. Y la norma legal, claro, porque pocas veces es tan exacto eso de dura lex, sed lex, como en ocasiones como la de hoy y a la vez no abundan las que, como ésta, son tan oportunas para insistir en los debates que generan.

Entre esos debates está, por supuesto, el de el papel que han de jugar en las instituciones las listas más votadas. Hasta hace poco tiempo, el PP -sin duda muy perjudicado por los acuerdos "de perdedores"- reclamaba casi en solitario que las candidaturas ganadoras pero sin mayoría absoluta fuesen respetadas por los demás, pero los reiterados fracasos lo llevaron a imitar a sus adversarios, básicamente por una circunstancia nueva: tiene ya con quien pactar, y hace lo que el resto aunque pierda la razón teórica -inútil en la práctica- que le asistía según sus argumentos.

(Esa pérdida, desde el punto de vista de quien escribe, clarifica el panorama, ya que confirma no sólo que los acuerdos entre sus contrincantes son una práctica democrática, sino que elimina la sombra de duda legal que los conservadores manejaron estos años. Pero lo que no borra es la conveniencia compartida por casi todos, de reformar la Ley Electoral. Aunque no sea ya tan urgente, dado que la gran mayoría de las fuerzas políticas suscriben acuerdos, tanto "raros" como "lógicos" incluso aunque algunos repugnen a la recta razón. Y ahí está, por ejemplo, ese insulto a la voluntad popular que supone repartirse el ejercicio de alcaldías dos años cada partido, fórmula por cierto casi inventada en Baiona.)

A partir de ahí, y respetando -aún sin compartirlas- otras opiniones, parece sensato reiterar que se precisa la citada reforma, no ya solo para evitar lo que huele a chamusquina en municipios, Diputaciones y/o autonomías, sino también a nivel de Estado. Porque no es explicable que una ínfima minoría de diputados, y por tanto de votos, se utilice para chantajear a un gobierno -y, aún peor, para decidir la política general durante años- bloqueando la voluntad de la inmensa mayoría. Algo que, aunque formalmente se llame democrático, en el fondo no lo es en absoluto.

Cuanto queda expuesto -que, como siempre, es solo un punto de vista personal- podría completarse con otro argumento quizá de menor peso colectivo, pero también digno de considerarse. Y es que parece obvio que cuando las gentes del común, que son muchas más que las otras, votan a alguien que encabeza una lista de partido para una alcaldía, es porque quieren que ese o esa aspirante sea quien ocupe el cargo, y no otros. Las interpretaciones postelectorales, realizadas por profesionales que cobran para satisfacer a quienes les pagan y que manejan los sufragios según les convenga, pueden ser legales, pero no respetan la voluntad expresa de los electores. Y si ha de "interpretarse", que sea a través de otra votación, ballotage o segunda vuelta.La democracia, em síntesis, consiste en respetarla: lo demás es un cuento chino.

¿O no?