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El Portugal que llevo dentro

Día de Portugal

Son ya numerosas las ocasiones en que acudo a esta cita -para mi exigencia del alma- para celebrar el Día de Portugal. Durante décadas he regresado a esta página al encuentro con la memoria feliz de esa Lusitania profundamente integrada en mi condición de arrayano. Unas veces para recordar la época de sus aventuras marinas, otras para honrar la escritura de sus poetas y narradores; y aún para alentar el diálogo de esa "identidad ibérica" en el sentir de Unamuno, o para rememorar el verde y derroche floral de sus ciudades y pueblos interiores; o mis extravíos por las retorcidas calles de la Alfama y los querenciosos fados al oído que escapan de sus ventanas; o para regocijarme con la inauguración del puente de Arbo, nueva vía de enlace para la fraternidad luso-gallega; o para traer al recuerdo la compañía de tantos queridos amigos portugueses, a la cabeza Don Duarte Duque de Bragança?

Hoy, debo confesarle, me embarga la nostalgia. Dígase morriña a la manera gallega o saudade a la portuguesa. Serán cosas de la edad.

Hoy el sentimiento que me embarga al acercarme a Portugal es más íntimo, entrañable, pues me impulsa una intensa necesidad de revisitar lo que bien podía llamar mis primeros días portugueses.

A la luz de un candil, arropado por mis padres, Antonio Manuel y María das Dores, nacía el pequeño Adrianiño en la solariega Casa da Torre, en San Gregorio. Perdido primero entre sus corredores de sobrias piedras y cálidas maderas, sus muros algunos tapizados con cuadros antiguos que despertarían mi gusto por el arte. Pocos años después, curioso e inquieto entre los árboles y flores del jardín de la finca casi colindante llamada Entre as poças, asomado perplejo ante el espejo del agua del estanque, el despertar al ensimismamiento y la reflexión. Y por fin, el libre ejercicio de la calle y el bullicio compartido con la chiquillería del pueblo, el gozo de la extrovesión y disfrute de ese relacionarme con los otros. Ah, las primeras letras aprendidas en la escuela pública al cuidado de aquel exigente maestro, un buen teórico de la república, Abel Nogueira Dantas, y a continuación el internado en Melgaço, y el colegio en la luminosa y atlántica Povoa do Varçin, que despertaron en mí el sentido de la responsabilidad y una temprana atracción hacia las letras y los libros.

Si, allí, en aquellas queridas tierras portuguesas que hoy rememoro conmovido, surgieron algunos de los rasgos que habrían de conformar mi personalidad. Después, la carrera de la vida y sus circunstancias. Los primeros viajes al exterior, la universidad, Santiago de Compostela, el luminoso encuentro con Rita, con la que habría de fundar una extensa familia. La vida y sus numerosos avatares.

Pero en el hecho preliminar de la fundación del ser que hoy me habita, late siempre presente ese paraíso de infancia y primera adolescencia que me ha concedido la dulce presencia portuguesa.

Y a su recuerdo dedico este Día de Portugal.

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