Considero que el segundo episodio de la quinta temporada de Black Mirror, disponible desde esta semana en Netflix, es una pequeña y extraña obra maestra. Conviene insistir en lo de extraña. Su trama no es creativamente revolucionaria, como sí lo fueron algunas de los anteriores episodios; su tesis, si es que se puede decir que existe una tesis, no contiene argumentos novedosos. La moraleja, que suele acompañar a cada uno de los relatos de esta serie de televisión, tampoco arroja luz sobre hábitos y comportamientos éticamente condenables que resultan difíciles de detectar a simple vista. (Un crítico señalaba que "el consejo" que parecen ofrecernos debería darlo cualquier madre cenando con sus hijos sin necesidad de tragarse los setenta minutos de ficción). Pero es precisamente esa sencillez, a través de un moderado dominio del suspense, lo que hace que este episodio, a mi juicio, represente un punto de inflexión en la antología creada por el columnista británico Charlie Brooker.

Black Mirror ya es un clásico; ocupa un lugar destacado en la historia de la televisión y en el futuro se tendrá que recurrir a ella para indagar en las curiosas transformaciones de nuestra especie. Pero "Smithereens", como se titula el episodio, es una historia distinta; en un principio no podríamos calificarlo como ciencia ficción, pues no parece presentar las características del género. Tampoco se aprecian elementos fantásticos o avances tecnológicos todavía ignotos, ni se vacila, recordando a Todorov, entre causas naturales y sobrenaturales. Con la información que nos facilitan podemos decir, sin temor a equivocarnos, que lo que vemos es verosímil, bastante probable, e incluso profunda y dolorosamente realista. Lo que ocurre es que dicha información es escasa. Los personajes, por ejemplo, exhiben conductas reconocibles, pero desconocemos la totalidad de sus pasados. Jóvenes que comienzan trabajando de becarios en una gran empresa. Policías locales y agentes federales. Gabinetes de comunicación que pretenden mantener a salvo la imagen corporativa. Un montón de intermediarios entre los unos y los otros. Suena, además, la música de espera que usan las compañías para deleitar a los impacientes consumidores mientras se intervienen los teléfonos con absoluta normalidad. Todos están observando. Todos escuchan. Todos opinan. Todos publican lo que ven, lo que escuchan y lo que opinan.

Tenemos a un hombre que se está convirtiendo en un criminal y al creador de una famosa red social y adicto a la tecnología que observa cómo ni él mismo puede controlar el poder de su invento. Ahí está también la ansiedad por conocer la vida de los otros y el dolor que genera la pérdida de un ser querido cuya vida no hemos conocido del todo. (Aunque una empresa nos puede ayudar a "conocerla" mejor). El espectador se ve obligado a intuir por qué está sucediendo lo que está sucediendo y, por tanto, debe recurrir al simbolismo y a las teorías. A su imaginación. No nos proporcionan el placer de cerrar el círculo narrativo. Quizás porque así nos alejaríamos de la ciencia ficción y del realismo para adentrarnos en el género de terror, el más elocuente y sincero de los géneros, al comprobar que ya no estamos lidiando con la especulación científica o con una distopía, sino con una crónica que narra las desventuras de unos seres avanzados y atormentados que ya podríamos identificar como "nosotros".