Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

ilustres

Parque de las Mercedes

Una vez más, la antigua denominación de este parque resulta más sonora que los intentos posteriores de bautizo con placas incluidas: es preferible, a mi entender, llamarla Pía da Casca que el fallido Plaza de Vigo o Parque de Las Mercedes. Y de nuevo, la astucia municipal convirtió un ámbito de tierra donde jugaban los niños, los mayores se sentaban a la sombra de los árboles y algunos paseaban por la tierra, en un entramado hostil de hormigón atestado de terrazas que se transforma en territorio por el que corretean los perros.

Hubo un tiempo en el que ese parque mínimo era un territorio de libertad y de encuentro pero, parece ser, hay quien prefiere el hormigón a la tierra y, además de la gente que se sienta a las mesas de la terrazas invasoras, las palomas se apresuran para picotear los restos de las patatas fritas que se sirven con las consumiciones en un lugar en el que sólo se mantiene la elegancia de la fuente.

Ese espacio se transforma los fines de semana en un remolino de jóvenes que se esparcen (y en ocasiones vandalizan) y se cuentan sus sueños o lo que tengan a bien contarse los jóvenes. Posiblemente no sea muy distinto a lo que se contaban los jóvenes de hace cincuenta años cuando pisaban la tierra del parque. En los muros de hormigón se grabaron unos hermosos versos de José Ángel Valente en gallego, esos versos que hablan de que alejarse fue sólo una forma de quedarse, de permanecer.

Es grato pensar que alguna que otra noche, el adusto poeta se levanta de su tumba en el cementerio de San Francisco, desciende por la plaza de Arturo Pérez Serantes, deambula por el ámbito de la plaza, lee los versos que urdió tanto tiempo atrás y menea malhumorado la cabeza porque en semejante lugar los versos parecen carecer del entrañable sentido que él trató de darles. Los versos grabados (o pintados en el asfalto de las calles, esa moda temeraria) dejan de ser poesía y se convierten en eslóganes publicitarios sin mayor interés, se desembarazan del encanto poético y tienen el mismo valor miserable que una propaganda de CocaCola: terminan por borrarlos las suelas de los zapatos y las ruedas de los vehículos porque tratamos de hacer perdurable lo efímero. Hubo un tiempo?: la frase encierra una nostalgia empalagosa y de superchería. Pero sí, hubo un tiempo en el que este parque de Las Mercedes resultaba hospitalario y entrañable, encabezado por la iglesia de Las Esclavas, que ahí resiste casi desde siempre, desde que éramos niños e íbamos a comprar, a través del torno, las bolsas de "pan de ángel" y después nos acogíamos a la tierra de Las Mercedes para jugar a juegos que ya desaparecieron de nuestro mundo.

Las hojas caducas de los árboles caen sobre los canales que fueron diseñados mucho tiempo después y los patos toman posesión de esos pequeños estanques que, vareados por una ebriedad delictiva, más de uno alguna vez empleó como piscina. En ocasiones, desde el parque se pueden escuchar las voces de las monjas de clausura cantando suavemente, como si allí se hubiese detenido el tiempo o no importase demasiado que la tierra hubiese sido suplantada por el hormigón porque para llegar a Dios cualquier superficie es indiferente. El tránsito hacia el más allá, sea lo que sea el más allá, puede hacerse sobre hierba, sobre asfalto e incluso, dicen, caminando sobre las aguas.

A lo mejor, ese borracho que en la noche del viernes se desnuda y se mete en uno de los estanques y da unas brazadas desgalichadas, también busca a Dios por un camino insólito. Pero me duele que, como tantos otros ámbitos y apelando a una modernidad que en este caso no es sino desastre, la tierra humilde que pisaron los zapatos Gorila infantiles, deban transitar hoy por un suelo que lo asemeja a miles de suelos de cualquier rincón de España, que lo despersonaliza: se pierde la infancia cuando desaparece la tierra y se camina más cómodamente por el hormigón.

Ahí está Pía da Casca, una sombra de lo que antaño fue, quizá ni mejor ni peor pero, en mi opinión, más hermosa y más digna entonces, cuando sí merecía que los versos del genial Valente adecentaran su geografía y no ahora, cuando ya nada queda de un lugar del que alguien se alejó para en realidad permanecer en él, como la infancia permanece en álbumes de fotos y en suelos de tierra que han sido tomados bárbaramente por otros por los que caminar es ir masacrando lo que debiera permanecer. Cuando amanece, Valente, un Valente malhumorado, sube las escaleras de la plaza de Arturo Pérez Serantes, entra en el cementerio de San Francisco y se acomoda de nuevo en la muerte maldiciendo el momento en el que se le ocurrió levantarse de la tumba para comprobar que sus versos habían sido grabados en un lugar que no le correspondía: en Pía da Casca tendrían el sentido del que carecen en el parque de Las Mercedes de hoy.

Compartir el artículo

stats