Guardaré siempre como oro en paño aquellas jornadas de mi primera infancia en las que compartía con mi padre su gran afición por la caza. Juntos, debidamente pertrechados de morrales, canana y escopeta, arrollábamos los contornos de ciudades, aldeas y heredades en afanada búsqueda de la pieza a abatir. Era un extenuado esfuerzo que por momentos, he de confesar, llegué a juzgar estéril. O las perdices, conejos y liebres estaban sobre aviso de nuestra inminente y hostil llegada o su inteligencia nos superaba. Algo que mis entonces seis-siete-ocho años rechazaban con profunda convicción. A esa edad, nadie supera la inteligencia y sagacidad de nuestros padres. Y menos, un conejo o una perdiz.

Por un tiempo, que como cabe imaginar en mí se hacía eterno, aquella precariedad en la captura no encontraba razón que la justificase ni opción que la atenuase. Todo en mí era tribulación y desencanto. Más debido al desafío que suponía a las capacidades de mi padre que a la personal aspiración al honor de una percha bien surtida. A buen seguro, ni la amplia experiencia de Delibes en baldías tareas cinegéticas hubiera encontrado acomodo al pesar que por entonces me afligía. Sólo la esperanza que cada amanecer ofrecía me permitía sostener la ilusión de una nueva jornada.

Así fueron desgranándose mis días de caza, entre cobro y desencanto, hasta el momento en que decidí preguntar a mi padre si valía la pena seguir levantándonos a las cinco de la mañana para el escaso rédito a tan largas y azarosas jornadas. Pocas cosas hay tan grandes, me dijo, como disfrutar de esta calma y ver desde lejos el pueblo en el que vivimos y al que queremos. Fíjate bien, prosiguió, desde aquí podemos apreciarlo y admirarlo, pero también descubrir cómo hacerlo mejor y más bello.

Después de reparar en aquella magnífica vista que, he de reconocer, no había llamado mi atención hasta entonces, no pude más que acusar una cierta decepción. ¿Y qué hay de la caza? Aquello que entendía lo más importante en esos momentos. La razón de nuestros desvelos y sacrificios. Ese esfuerzo no justamente recompensado. Es un buen deporte, muy sano, me dijo.

Asistido de los años, he llegado a descubrir que su afición cinegética no era más que una sana excusa para buscar cómo mejorar su pueblo, hacerlo más bello y disfrutable; aunque también una clara respuesta a mi permanente enigma. Y es que conejos y perdices no siempre eligen como asentamiento la mejor vista ni la mejor perspectiva.

He rechazado siempre que el recuerdo sea una mera necrópolis en nuestras vidas, sin incidencia alguna en el camino que cada día seguimos. Tal vez por ello reviví esa lejana infancia cuando hace unos días recorría el Paseo de las Avenidas, en las inmediaciones del Náutico de Vigo. He de reconocer que me sentí desolado y abatido por el estado que presenta. Impropio de ningún lugar, y menos de un espacio tan bello y significativo para tantos millones de personas como representa el entorno del puerto de nuestra ciudad. Porque Vigo, nuestro Vigo, es de quienes allí tuvieron la dicha de nacer, pero también de cuantos por muy diversas y variadas razones lo amamos. Desde aquellos que rehicieron sus vidas entre sus maravillosos contornos hasta quienes divisaron su silueta por última vez cuando en la Estación Marítima embarcaban sus ilusiones.

Hoy, este emblemático lugar no honra a Vigo ni la grandeza de su historia. Umbral de navegantes de la más variada condición, conformará en adelante la percepción de una tierra y de unas gentes que no merecen sentirse agraviadas por una inacción de tan difícil justificación.

Atribuir responsabilidades no es mi cometido ni me permito hacerlo. Sí me ampara ese cariño para rogar a las distintas administraciones que acometan con decisión y presteza la reparación y el realce de uno de los más bellos lugares de la ciudad. Sin perjuicio incluso de que, concluidas las inaplazables obras, demanden de otros la contribución de sus responsabilidades. Para ello no precisan subirse a espinosos cerros ni lejanos lugares, como hacía con mi padre. Si acaso, adentrarse unos metros en las aguas de tan maravillosa bahía a bordo de una gamela, desde la que otear, como hacía Antonio Palacios cuando diseñó aquel Vigo inconcluso, los dos espacios del buen gobierno: la belleza y la responsabilidad.

Es sobre todo cuestión de sensibilidad.