A poco que alguien se pare a pensarlo, la noticia de FARO acerca de la reacción del Gobierno central a recientes decisiones de la Xunta podría tomarse en el sentido del refrán: "el que avisa no es traidor". Aunque eso quizá sea opinable, porque la traición dependería del aviso, de sus motivos y del tiempo que transcurra desde que se emite. Lo que quiere decir que si hay alguna duda sobre esos factores, y otros que podrían añadirse, puede extrañar poco que cualquier advertencia provoque dudas. Y si resulta que se acompañan con otra referente a que o hay acuerdo para modificar decisiones del Ejecutivo gallego o las partes se verán ante el Constitucional, el mosqueo llega de forma inevitable.

Se puede pensar lo que se quiera y deducir cuanto se tenga a bien, pero la cosa pinta fea. Primero, porque afecta de lleno a la política: no se trata de suponer que el Gobierno utilice a los Tribunales -que no sería la primera vez que lo intente- y, por tanto, se dude de ellos, sino que le baste con el gesto para intimidar a un ejecutivo. Y "advertir" con el Constitucional, resuelva este lo que resuelva, puede significar la paralización sine die de unas decisiones que benefician a miles de profesionales de la administración. Y, puestos a pensar mal, como diría otro refrán, no hay que poner límites a la divina providencia.

(Ítem más. Considerar "dudosamente constitucional" algo desde un ministerio que hasta ahora ha hecho la vista gorda con otras decisiones mucho más polémicas y jurídicamente discutibles es sorprendente, y también algo políticamente cínico. Es cierto que alguien podría replicar que no hay motivo para la desconfianza ni para imaginar trato distinto; pero, siempre desde el respeto a la opinión de otros, es posible que exista un punto de vista diferente. Se trataría del distinto peso político que, en la práctica y al margen de consideraciones varias, tienen unos y otros en estos Reinos. Peso positivo y negativo, yo que condiciona).

Desde esa perspectiva, Galicia, por ejemplo, no tiene ya -ni hasta ahora lo ha tenido salvo muy breves momentos- el peso que le correspondería por deudas históricas. Y menos aún si se establece una comparación -siempre odiosa, pero quizá en este caso más- con Cataluña o Euskadi, porque el resultante no parece discutible. Y, aparte de motivos objetivos, hay uno subjetivo: las otras dos nacionalidades históricas pueden amenazar la convivencia en un caso y tenerla en vilo otro, pero este Reino no da problemas ni aun cuando le nieguen lo que le corresponde.

Es posible que la precedente suene a opinión polémica y que no convenza. Pero algo puede tener de verosímil cuando el propio presidente Feijóo sugirió no hace demasiado el riesgo de que los resultados del proceso electoral reciente signifiquen una pérdida de la capacidad de influencia de Galicia; o sea, menos peso donde hay que tenerlo. Lo cual no significa que para recuperarlo sea precisa una revolución o cambios drásticos en la actitud gallega. Bastaría con que aquí se reclamase lo justo y se hiciese por todos a la vez, sin tener en cuenta los intereses de algunos. O sea, con la fuerza de un país entero, por difícil que parezca lograrlo.

¿Verdad...?