A algunos jueces les gusta fusilar. Es decir, plagiar. He conocido atrevimientos notables perpetrados por jueces fuera de su actividad jurisdiccional. Los hechos fueron, en su momento, públicamente denunciados por los fusilados, para vergüenza de los fusileros. Por fortuna, estos supuestos más graves son escasos; los que yo conozco se cuentan con los dedos de una mano. No hablaré de ellos ahora, sino de otros casos, estos sí, más frecuentes, y perpetrados en el diario quehacer jurisdiccional.

Es habitual que un tribunal, como argumento de autoridad, cite y transcriba en sus sentencias las de otros órganos jurisdiccionales. Deberá hacerse entonces entrecomillando el texto seleccionado, con expresión del tribunal de procedencia.

Sin embargo, hay una práctica ladina y poco honrosa de algunos jueces que copian literalmente, de forma más o menos extensa, textos extraídos de sentencias de otros tribunales, silenciando deliberadamente su procedencia y sin hacer uso ni tan siquiera de las comillas para advertir que lo escrito no es de propia cosecha. En definitiva, se apropian de lo ajeno y lo presentan engañosamente como original, con un descoco impropio de su oficio y de la toga que visten. El lector entenderá que, por piedad, omita nombres -aunque guardados están en la recámara- por más que, si lo hiciese, los trapaceros mucho se cuidarían de réplica alguna, porque no podrían desmentir la verdad documentada. Mas no pretendo ahora la acusación o tacha personal, sino advertir contra prácticas repudiables en cuanto que incompatibles con la ética y la seriedad que de determinados cargos se espera.

Toda sentencia es el producto del trabajo -estudio, elaboración y redacción- de un juez, único o miembro de tribunal colegiado. Nobleza y decoro obligan, por lo que, cuando se incorpora el contenido de una sentencia ajena, debe ser citado el tribunal que la dictó; no es de recibo que con la omisión deliberada de la fuente se esté haciendo creer que lo escrito es producto intelectual de quien finge ser su autor.

Es cierto que las resoluciones judiciales están excluidas como objeto de propiedad intelectual, pero ello no exime del buen hacer deontológico que obliga a no presentar como propio lo que es de otro. Por más que sea el Estado quien habla por boca del órgano jurisdiccional, lo hace valiéndose del trabajo personal de un juez. La sentencia, en su doble aspecto, literario y jurídico, es, al fin y al cabo, producto del estudio, meditación y redacción de alguien que ha invertido tiempo para dar forma escrita a la opinión del tribunal.

La apropiación del trabajo intelectual ajeno (y la sentencia lo es), de la palabra pensada y escrita por otro, es siempre una práctica indecorosa. Es un hurto inmaterial, un ejercicio de cleptomanía intelectual.

Bueno sería investigar a qué obedece esa tendencia, no infrecuente entre algunos jueces, cuando de ellos habría de esperarse una conducta especialmente limpia. Tal inclinación a esa pícara usurpación, acaso obedezca - ¡vaya Vd. a saber!- a la pereza de pensar, a la holgazanería productiva, o tal vez al abotargamiento de las neuronas. Los hay que parecen haberlas desgastado en esa inhumana competición memorística, esa barbarie intelectual que son las oposiciones. En tan despiadada batalla, algunos sobreviven, pero otros llegan a sufrir una suerte de ablación cerebral o postración neuronal que les inclina a la economía de esfuerzo mental, y por ello, al modo de las solitarias, se nutren de lo ajeno.

De ese vicio cleptómano he podido constatar en ocasiones una cadena sucesiva de copias pecadoras, donde el mismo pasaje circulaba de sentencia en sentencia de tribunales diferentes, sin que ninguno de ellos tuviera el obligado y decente gesto de reseñar de dónde provenía el texto que tan vilmente fusilaban, al alba y contra el paredón de las miserias humanas.

*Magistrado de la Audiencia Provincial en Vigo