Una de las elecciones municipales que despertaba más interés, el 26 de mayo pasado, era la de la ciudad de Barcelona. Competían tres modelos en disputa: el de la aún alcaldesa de Barcelona en Comú, Ada Colau, estandarte (junto a Manuela Carmena, en Madrid) de las denominadas ciudades del cambio, encaramadas al poder como herederas del movimiento 15M; el del independentismo, que había planteado la conquista de Barcelona como un factor estratégico, para llevar adelante su proyecto secesionista y, finalmente, el del constitucionalismo, que parecía estar liderado por el ex primer ministro francés nacido en Barcelona, Manuel Valls, que se presentó a los comicios con una plataforma electoral propia, asociada a Ciudadanos.

Pues bien, los resultados no han podido ser más endiablados. Por primera vez desde la IIª República, Esquerra Republicana de Catalunya (liderada por el histórico exdirigente socialista Ernest Maragall) se hacía con la victoria, pero con tan solo 5.000 votos de ventaja sobre Colau. Con un independentismo sin mayoría (a diferencia del resto de Cataluña, donde mejora respecto a 2015), el aparentemente derrotado Manuel Valls (con solo 6 concejales, de 41) ha protagonizado una jugada audaz y de alcance europeo: estaría dispuesto a apoyar la constitución de un gobierno municipal liderado por Colau y el socialista Jaume Collboni sin contrapartidas, para que Barcelona no caiga en manos del secesionismo (que ya controla Girona y Lleida y tiene opciones de hacerlo en Tarragona).

Todo queda pues en manos de Colau, que se muestra ambigua, pese a priorizar un gobierno de izquierdas entre su formación, ERC y los socialistas. De cómo termine este asunto (el 15 de junio, fecha de constitución del consistorio, lo sabremos) puede depender, en parte, la evolución del conflicto planteado en Cataluña.