En verdad "las cosas de palacio van despacio". Para decir que el 2 de junio deja de hacer sus últimas cosas de rey Juan Carlos I ha necesitado 219 palabras. Entre ellas, "afán de servicio", "inolvidable conmemoración", "acto solemne", "emoción", "orgullo y admiración", "permanente gratitud", "trascendental etapa de nuestra historia reciente", "firme y meditada convicción", "lealtad". Eso a un hijo. Hay niños que saben lo que quiere decir su padre con una mirada.

También ha precisado cinco años para dejar la vida pública desde la abdicación en Felipe VI. Se señala el aniversario porque a la monarquía le gusta la Historia y a ésta las fechas. Cinco años es un grado y un máster, un luto patológico, un plan quinquenal soviético, una presidencia de la República Francesa. Un rey de España necesita para dejar la vida pública el mismo tiempo que tiene un presidente francés para ejercerla.

En las monarquías no hay plazos. Los reinados, salvo por accidente político, son vitalicios. "Toda la vida" es ese plazo que nos enseñan a despreciar: qué risa un trabajo para toda la vida, una pareja para toda la vida y un teléfono móvil para más de dos años.

Juan Carlos I tuvo un accidente grave con rotura de cadera, pero fue políticamente leve porque se curó con una abdicación, sin precisar tratamiento de república y exilio. El Rey sigue siéndolo con categoría de emérito, aunque ni reina ni desarrollará actividades institucionales. Ahora abre una nueva etapa en la que no podrá tener celos de su hijo, irritación por postergamiento, quizá ni telefonazos a Jaime Peñafiel y siempre estaremos seguros de que cuando Juan Carlos vaya a ver los toros o a los emires nunca lo hará de modo oficial y que cuando come y bebe ejemplarmente no nos representa.