Es la única elección que no repara en partituras, toca de oído el candidato al corazón del votante. Si conviene al interés de la parte, se ignora desde el grupo político que le adscribe y hasta quienes le acompañan, pues todo empeño es poco cuando de reinar en casa ajena se trata. Es dificultoso el arribo pero lo es más el desempeño de la acción. Sobre todo en aquellas poblaciones en las que el sentir ciudadano oprime como el guante al cirujano. Y es que, al recuerdo permanente de la promesa electoral, añade cada vecino su personal encomienda. Siempre acuciante y vital.

Pero es que además con la Alcaldía se hereda territorio, y ello le distingue y eleva sobre diputado, conselleiro e incluso ministro. Tal como al señor feudal acomodaba el palacio. Así, una vez consumado el duelo en comicios o justas, y a fe que en muchos casos lo son, lo uno y lo otro, inicia el regidor su mandato sabiéndose investido de castillo y población. O lo que es lo mismo, competencia y jurisdicción. De ahí que nadie deba empeñar su repudio en quien, dejándose llevar por la fácil adulación y la lisonja, confunda autoridad con caudillaje y mandato con imposición. Apéndices siempre de la arrogancia y el alarde, y ajenos a esa larga lección de humildad que es la vida. En todo caso, deslices propios de nuestra débil naturaleza y en consecuencia perdonables, al menos cuando el acierto preside el cometido.

Tengo en alta estima a los miles de alcaldes que afrontan cada mañana el bienestar y la ilusión de sus ciudadanos sin reparar en el esfuerzo ni la entidad de la empresa, por diversa o ingente que esta sea. Conscientes siempre de que tras la corona de laurel se esconden el compromiso, el esfuerzo y el sacrificio, en mayor medida que la felicidad del momento.

Viene a mi memoria la decisión de aquel querido alcalde que ante la falta de respuesta a su legítima causa, se traslada a Madrid y apostado a la puerta de la vivienda del director general se abalanza sobre el capó de su coche al tiempo que brama voz en grito "no soy terrorista, soy alcalde y vengo a pedirle justicia para mi pueblo". ¡Y a fe que lo logra! Como entrañable es la anécdota de otro magnífico y recordado regidor que, ante el asedio y acoso del trencilla a nuestro Celta en Balaídos, no duda en irrumpir al descanso en el vestuario para advertirle que en cuanto jefe del orden público en la ciudad intervendría al final del partido, de persistir en su obcecada actuación. He de hacer notar que remontamos en una gloriosa segunda parte, ya con un arbitraje más equitativo. Ejemplos claros del buen sentir y el necesario encono. Poco asimilables en todo caso al ofrecido por el alcalde de Nueva York James Walker quien, glosando la figura del presidente Washington, dijo de él ante un abarrotado auditorio que siendo el primero en la guerra, el primero en la paz y también en el corazón de los americanos, no comprendía cómo se había casado con una viuda. Consideración, ciertamente poco afortunada y nada bien recibida, dicho sea, por sus deudos allí presentes.

Por ello, en tiempos electorales, ha de ser a recordar por todos los alcaldes que la entronización al cargo representa el noble y exigente contrato firmado con sus vecinos. A todos y cada uno, votantes o no, habrán de servir con devoto esfuerzo y abnegada dedicación. Sin esperar mayor recompensa que el orgullo y la satisfacción por la confianza recibida y la tarea realizada. En ello reside su responsabilidad, pero también su grandeza.

Y recordemos que el mayor elogio a Carlos III fue verse proclamado el mejor alcalde de Madrid. Atrás quedaba su regia consideración.