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Javier Junceda

Bla, bla, bla

El empacho provocado por dos comicios en menos de un mes es de campeonato. Aparte del coste que supone no concentrarlos en un solo día o de la paralización de todas las Administraciones públicas a la vez, está el tormento de padecer dos campañas consecutivas sobre los mismos tópicos o lagunas de siempre.

Esta logomaquia imperante, sin embargo, trae algunas novedades en esta ocasión. Entre ellas, la generalización de líderes descorbatados y con sonrisas profidén que parecen sacados del club de la comedia -pero sin tanta gracia-, con monólogos cuidados al milímetro sobre escenarios con gente detrás y sin micrófonos en la mano. Aunque hayan avanzado las técnicas de marketing y los medios inunden a diario la actualidad con los gestos y manifestaciones de los candidatos, al ciudadano medio le sigue resbalando esta locuacidad impostada, repleta de lugares comunes y con un saldo de eficiencia más bien escaso.

Pero también en ideas andamos metidos en lo de toda la vida. El cargante igualitarismo, por ejemplo, continúa sin encontrar delante a nadie que le haga frente, abonando la estrategia genuinamente fabiana de quienes lo pregonan. Esto sucede en buena medida porque quienes debieran defender una igualdad de oportunidades y ante la ley, en lugar de esa otra de resultados que criticara Rawls y hoy domina, están preguntándose en este momento que quieren ser de mayores. Enfrentarse al discurso de esa igualdad extrema desincentivadora de la autonomía personal es ahora un tabú que nadie desea rozar por tratarse de algo asentado en la sociedad sin tan siquiera debatirse acerca de su idoneidad y sobre todo de su altísimo precio.

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Por su parte, la extendida tendencia hacia la conquista de El Dorado político -el indefinido centro-, tampoco se libra de esta completa carencia de fundamento ideológico sólido, sino que se guía apenas por la mera astucia electoral. Esto se traduce en una suicida pugna entre conservadores y liberales, sin percatarse de los puntos en común que mantienen ambas corrientes -a pesar de sus notables diferencias- y que les podrían llevar al gobierno de saber entenderse con inteligencia.

Con todo, el objetivo de no desentonar demasiado en este penoso contexto de palabrería inane es lo que monopoliza el ambiente, sin dejar espacio alguno a la elocuencia de los hechos. El "res, non verba" de Catón, la máxima de Demóstenes sobre la inutilidad de las palabras a las que no siguen los hechos o el consejo bíblico de conocer al otro por sus frutos, son ya cosas del pasado, desplazados por la facundia sin fin, aunque provoque con tanta frecuencia bostezos. Esto se hace especialmente visible, por cierto, en el ámbito municipal, en el que sorprende que quienes han desempeñado tareas notoriamente desacertadas tengan el cuajo de volver a presentarse ante el electorado como formidables gestores, capaces de superarse en su lamentable quehacer para no dejar nada en pie.

Menos mal, en fin, que pronto terminará este calvario, aunque comience enseguida otro: el de lo que vayan a hacer quienes no dejar de darle a la húmeda a tope, tras pactar entre ellos mismos el poder.

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