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José María de Loma.

El día del flato

El otro día soñé que Díaz Ayuso no había dicho ninguna tontería. Me desperté sobresaltado y fui a su Twitter. Me alegré mucho de que siguiera vivita y tuiteando. Todo sería más triste sin sus estrambotes. Aliviado, me di una ducha y me fui al periódico esquivando la lluvia de tópicos que caían del cielo. Campaña electoral. Menos mal que llevaba paraguas. Caían tópicos y clichés y frases hechas como si no hubiera un mañana, que es otra frase hecha, topicaza y de moda que alguna gente pronuncia, en efecto, como si no hubiera un mañana.

Entré al estudio de grabación (los periódicos ahora tienen estudio de grabación) para saludar a un candidato al que iban a hacerle una de esas entrevistas que los periodistas llamamos distendidas y que consisten en un cuestionario proustiano: qué se llevaría a una isla desierta, virtud humana que prefiere, su comida favorita, etc. El entrevistado dijo que no sabía qué interés podría tener para la gente lo que él leyera o bebiera o donde fuera de vacaciones. Le contesté que, en general, la gente no estaba interesada en ninguna de sus opiniones. Ni en las que emitía a preguntas frivolas ni en las otras. Me miró muy serio. La verdad es que ni yo mismo tenía pensada tal bordería, pero me salió así, de repente, sin querer, como sale un flato inoportuno cuando estás hablando con un ministro. Este te habla y tú vas y emites una ventosidad bucal. Quieres disculparte pero el ministro es un ministro y por eso es educado y perdona tu falta. Y, claro, ya no puedes evitar estar todo el día pensando qué habrá pensado el ministro de ti.

Pasan los meses, ves al ministro, como cada día, en el Telediario y te acuerdas del gas inopinado, del semieructo, del aire saliendo de tu boca, ojalá que con olor a gloria bendita o, mejor, inoloro. Menos mal que no comiste morcilla, me digo a mí mismo. Yo soy muy de decirme cosas a mí mismo, lo mismo estoy tomando una cerveza y me digo a mí mismo qué buena está esta cerveza que me estoy tomando conmigo mismo. Y menos mal que aunque tenga gas no me da flatos.

La jornada continuó con una sesión fotográfica a una candidata. Tuvimos un problema. Mi compañero fotógrafo le hacía fotos pero ella no salía. Mirábamos la foto recién hecha y salía la plaza, los árboles, el banco, la mar de fondo pero ella no. Lo volvimos a intentar, pero nada. Quedó en mandarnos una fotografía pero yo le aconsejé que se mirara al espejo a ver si el espejo le devolvía la imagen. El espejo retrovisor es el primero en llegar a un congreso de espejos, dado que va en coche. Al mismo espejo que adoramos de joven detestamos de viejo. O cuando nos quedamos calvos. Prueba irrefutable de que los espejos también envejecen.

Se me estaba escapando el día y no había escrito la columna. El mundo en general puede vivir sin las columnas de uno, pero uno no puede vivir sin que le paguen la columna. El jefe del columnista es el que más necesita la columna del columnista, cuando lo suyo sería que fuese el lector el que más la necesitara.

Pensé en escribir una sobre lo difícil que es escribir una a diario pero concluí que eso estaba muy visto y opté por tunear una vieja columna, lo menos de 2006 y hacerla pasar por actual. Nadie en tiempos tan interactivos se dio cuenta. Mi otro yo sí se dio cuenta pero lo soborné con unos berberechos, un ribeiro y una americana de entretiempo. De Wisconsin, en concreto.

Si estuviéramos en 1897 o 1956 habría algún lector que se diera cuenta de la treta y escribiría una carta al director, sección gloriosa que hoy en día es tuits al director o e-mails al director. Una misiva protestona y protestando, oiga, joven, eso no se hace, es un fraude. Y en ese plan.

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