Muchos de ustedes habrán observado que en algunos trenes modernos, al contrario que en otros medios de transporte, como los autobuses y el avión, los asientos de los pasajeros no están colocados todos en el mismo sentido hacia delante, sino en dos direcciones. Hay unos que van en el sentido de la marcha, de tal suerte que, al mirar el paisaje, el viajero va viendo fugazmente lo que viene, pero no puede recrearse en la contemplación de lo que ya pasó. Y hay otros en sentido contrario: dan la espalda a la dirección en la que progresa el tren, por lo que sus ocupantes solo ven lo que va quedando atrás y lo que van teniendo ante sí durante algún tiempo.

Pues bien, a poco que meditemos sobre ello, veremos que nuestras vida se proyectan también en estas dos direcciones. Hay una parte de nuestra existencia, que se inicia en los primeros años y llega más o menos hasta la treintena, en la que vamos en el sentido de la marcha, solo miramos para delante y muy esporádicamente hacia atrás. Tenemos tanto por delante y se resumen en tan poco nuestro pasado que solo pensamos en el futuro. Pero los hechos en esta etapa vital acaecen tan vertiginosamente -y mucho más aún en la enloquecida vida de nuestros días- que en nuestra alma solo nos van quedando impresos fogonazos instantáneos que son desplazados inmediatamente por otros nuevos que vienen sucesivamente, como si fueran olas que arriban imparable y cadenciosamente a la orilla. Son tiempos de miradas voraces e insaciables, de llenarse de vivencias, de abrir los sentidos de par en par hasta que den todo de sí para que la circunstancia en la que vivimos impresione nuestro espíritu y se vayan depositando en nuestro "yo" las experiencias que van conformando nuestra vida.

Pero llega inexorablemente otro tiempo en el que parece que viajamos en sentido opuesto a la marcha de la vida. Empezamos a tener pasado y aunque es verdad que vivimos el presente y esperamos con ansia el futuro, aquel cada vez tiene más peso en nuestro "estar siendo". En este momento de la vida, nuestra mirada se serena, deja de ser prospectiva, de largo alcance y proyectada hacia el futuro, y se hace más introspectiva. No buscamos las respuestas en lo que nos queda por aprender, sino en lo que tenemos en la mochila de la vida para afrontar con lo ya sabemos los nuevos retos que nos plantea el hecho de vivir.

A medida que vamos consumiendo nuestra existencia no sustituimos una mirada por la otra, la prospectiva por la introspectiva, sino que utilizamos las dos. Es como si en el vagón del tren de la vida hubiera entonces unos asientos giratorios que nos permitieran la visión en trescientos sesenta grados. Según cuál sea nuestro carácter, habrá quienes mantendrán su sillón mirando para atrás durante más tiempo, porque se encuentran más a gusto entre sus recuerdos. Y habrá otros cuya curiosidad los hará anclar su sillón preferentemente en el sentido de la marcha de la vida. Lo importante en cualquier caso es seguir mirando, porque sea cual fuere el sentido hacia el que proyectemos habitualmente nuestra mirada, los giros sorprendentes que va dando la vida impiden que podamos dejar la mirada fija en una sola de las direcciones.

Lo que no hay que perder nunca es el tren de la vida, no hay que cansarse de mirar, porque siempre hay algo cuya visión nos reconforta, aunque tengamos a veces que hacerlo con los ojos cerrados.