Circuló hace tiempo un relato apócrifo que, entre otras cosas, pretendía dibujar la infinita ductilidad política de Alfredo Pérez Rubalcaba. Algunas semanas después de su elección como secretario general del PSOE, en el XXXV Congreso Federal, José Luis Rodríguez Zapatero llamó a Felipe González, quien, como se recordará, había respaldado a José Bono, cuya candidatura gestionaba entre bambalinas el exministro de Educación. González creyó comprender la invitación como un primer gesto de reconocimiento de Rodríguez Zapatero a las jerarquías simbólicas del partido. Una previsible solicitud de consejo. En fin, cuando llegó a la cita, González se encontró, estupefacto, con que no lo esperaba Rodríguez Zapatero con una libreta en la mano para una charla confidencial. Eran una quincena de personas que más bien parecían estar celebrando una fiesta antes que preparándose para una conferencia. Estaba gente de lo que se llamó Nueva Vía, con Trinidad Jiménez a la cabeza, varios diputados, algunos flamantes cuadros de Ferraz, un par de amigos leoneses? Y allá al fondo, en una mesita, tomando un té frío, sonreía como un fumanchú cariñoso Pérez Rubalcaba frente a unos jóvenes socialistas.

El relato piadoso de la política como servicio público habla siempre de hombres insustituibles volcados generosamente en un proyecto, en unos ideales, en un sacrificio personal en el altar o el muladar del Estado. Pero un político tiene que trabajar muchísimo para ser insustituible. Para empezar, trabajar hasta la extenuación para su propia supervivencia. Pérez Rubalcaba fue un extraordinario superviviente en los sucesivos cambios del ecosistema político del PSOE. Estuvo en el primer gobierno de Felipe González y en el último de Rodríguez Zapatero, y cabe recordar que el segundo presidente socialdemócrata se encargó de liquidar de la primera línea a todos los que hubieran cometido el pecado de cumplir cincuenta años. Pérez Rubalcaba ofrecía una aguda y veloz inteligencia, solvencia política y técnica y un conocimiento exhaustivo de la administración del Estado, incluidas sus promesas más enaltecedoras y sus cloacas más inmundas. Era tan buen orador -uno de los seis o siete mejores del último medio siglo- que simulaba la duda en la expresión de vez en cuando para que se lo perdonasen. Y lo más importante: ninguno de sus jefes temió jamás que pretendiera sustituirlo.

Sinceramente creo que lo intentó. El PSOE mal herido por la crisis económica se inclinaba por la auténtica renovación que encarnaba Carme Chacón, pero el excasi todo fue implacable y utilizó todos los recursos del aparato para aplastarla. Aun así le ganó la secretaría general en 2012 por apenas 22 votos. Si uno lucha por la secretaría general después de perder unas elecciones es que quiere presentarse a las próximas. No lo hizo porque su lucidez le indicó, después del nuevo fracaso en las elecciones europeas, que nunca lo conseguiría. Se marchó con una elegancia admirable y volvió a dar clases en la Universidad. A su ambición jamás le interesaron el dinero ni los millonarios. Un socialdemócrata que se deslizó hacia el socioliberalismo como dudoso mal menor. Ha muerto y de inmediato ha abonado una nostalgia, tramposa como todas: la nostalgia por los políticos dedicados a la política, con toda su dureza y suciedad, y no a la publicidad indecente, a la bronca profesionalizada, al sentimentalismo obsceno y al apaño camastrón.