Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Daniel Capó FdV

Gran Hermano

Hace años -¿cuántos ya?, ¿quince, veinte?-, Gran Hermano revolucionó el concepto del reality show en la televisión. A cambio de popularidad, los concursantes vendían su vida privada hasta extremos asombrosos. No era solo el exhibicionismo propio del narcisista, sino la propia desnudez fisiológica. En la casa donde vivían todo quedaba registrado por una retícula de cámaras invisibles que grababan sus horas de sueño y el aseo personal, las conversaciones más banales y los jadeos del dormitorio. La audiencia respondió con generosidad a esta apuesta televisiva y se llegó a hablar de experimento sociológico: ¿cómo actúan los hombres cuando se les somete a una vigilancia constante y continua? La respuesta era -pasados unos días- la naturalidad. Más aún, los participantes parecían encantados de situarse bajo el ojo de Dios; aunque ese dios no era ya el de la tradición judeocristiana, sino el de una sociedad ávida de conocer sus rencillas cotidianas, la grosería de su vocabulario y sus desahogos corporales. En realidad, Gran Hermano se asemejaba mucho a la vulgaridad.

La fórmula televisiva, que se ha ido repitiendo año tras año con éxito decreciente, anunciaba sin embargo un fenómeno universal: el final de la privacidad. Curiosamente, todo el siglo XX americano se había construido bajo el prisma de un individuo cada vez más aislado de las instituciones intermedias -la familia, las iglesias, las asociaciones-, tan importantes en el pasado. La soledad humana era la consecuencia de este proceso que alentaba el reconocimiento de los derechos por encima de la lealtad al deber. En ese marco, la privacidad constituía el elemento clave de la libertad de conciencia y el hogar representaba un lugar inviolable, un ámbito protegido que adquiriría el estatus reservado antaño a los espacios sagrados.

Nuestro mundo no ha recuperado el valor de esas instituciones mediadoras y además ha empezado a darle la espalda a la protección de la intimidad. Por un lado, hay una especie de pornografía moral que se regodea en la exhibición de lo secreto: nuestro voto, por ejemplo, compartido en las redes sociales. Por otro, existen cada vez más dispositivos electrónicos que registran nuestros pasos: relojes inteligentes, teléfonos móviles, Smart TV, tarjetas de crédito, buscadores de internet y redes sociales almacenando y gestionando nuestros datos de forma minuciosa, al igual que las cámaras de Gran Hermano. Recientemente, ha estallado una polémica en torno a la grabación que asistentes como Siri o Alexa realizan de nuestras conversaciones. Con el tiempo, el valor de esta información pasará de lo social -las tendencias o modas que ahí se describen-, a lo particular ofreciendo una marca individual de cada uno de nosotros. En países como China ya se trabaja en esta dirección, al asignar a cada ciudadano un carné de puntos que puede perder o incrementar según sea su comportamiento habitual. A la hora de concederte un crédito o de aspirar a un trabajo, esos puntos definirán tus posibilidades: habremos sido espiados sin darnos cuenta, alegremente y con nuestra autorización.

Si el pasado es la vida privada, el presente nos habla de un mundo postotalitario en el que incluso las emociones podrán ser catalogadas. Es un mundo inquietante que está siendo asimilado con insólito entusiasmo. El mismo que celebrábamos hace ya más de tres lustros cuando veíamos en televisión a unos cuantos jóvenes concursar en un experimento sociológico. Sin saberlo, ellos anunciaban lo que estaba por venir. Lo que ya tenemos entre nosotros.

Compartir el artículo

stats