Libia es un estado disfuncional creado por la colonización italiana a base de unir la Cirenaica y la Tripolitania, dos regiones costeras muy diferentes y añadirles debajo un buen trozo de desierto para hacer el país más extenso de África. Después de destronar en 1969 al rey Idriss, Gadafi se inventó una surrealista organización estatal a base de comités populares inspirados en un no menos surrealista Libro Verde. Tras su muerte, Libia se ha convertido en un estado fallido desde donde nos llegan refugiados, un asilo de terroristas de Al Qaeda o del Estado Islámico, y un país disputado por tribus rivales que imposibilitan su gobierno.

Cuando en 2011 llegó la Primavera Árabe, la revuelta se hizo fuerte en Bengazi. Entonces Gadafi amenazó a los insurgentes con "exterminarlos como ratas" y la ONU pidió a la OTAN una zona de restricción aérea para impedir que los bombardeara. Pero la OTAN, espoleada por Cameron y Sarkozy, fue más lejos y apoyó un cambio de régimen y la caída del dictador, algo que condenaron ya entonces países tan diferentes como Rusia o Alemania. Gaddafi dejó detrás de él el diluvio, un país sin partidos, ni sindicatos, ni parlamento en el que resurgieron las tribus como única realidad tangible. Hubo unas esperanzadoras primeras elecciones, pero en las de 2014 las milicias de Trípoli, dirigidas por la tribu Misrata, se negaron a reconocer los resultados. Desde entonces Libia tiene dos parlamentos, el legítimo refugiado en Tobruk (Cirenaica) y el ilegal de Trípoli que reflejan la radical división del país entre el este y el oeste, y también dos gobiernos que la ONU trató de conciliar en un tercero: el Gobierno del Acuerdo Nacional que nunca ha logrado imponerse a pesar de tener el respaldo de la comunidad internacional. Tampoco han logrado nada los representantes que la Organización ha enviado con diferentes propuestas para acercar a Trípoli y a Tobruk.

"La Codorniz" publicó en cierta ocasión un parte meteorológico en el que decía que "gobierna en España un fresco general procedente del noroeste" y la censura la cerró. Ahora en Libia ha surgido otro general que ha regresado a Libia tras haberse peleado con Gadafi y de vivir varios años asilado en los EE UU. Acabó con los islamistas a bombazos y se convirtió en jefe del Ejército Nacional Libio que formalmente depende del gobierno de Tobruk. El mariscal Jalifa Haftar (75 años) se ha adueñado de los pozos de petróleo que constituyen la única riqueza del país, pues le proporcionan el 95% de sus ingresos (en junio de 2018 se apoderó de las terminales exportadoras del Mediterráneo y en febrero de este año ha ocupado los pozos saharianos) y luego, ya con esos triunfos en la mano y con el apoyo de las tribus del sur (pagadas con moneda paralela que le han suministrado los rusos), ha lanzado una ofensiva militar sobre la Tripolitania y mientras escribo lucha por el control de los aeropuertos de la capital, Trípoli, donde está encontrando más resistencia de la que probablemente esperaba a cargo de las tribus Misrata y Zawiya. En una terrible planificación (?) o quizás en el colmo de la prepotencia, Haftar ha atacado Trípoli justo cuando allí estaba el Secretario General de la ONU, António Guterres, que había ido a preparar una Conferencia Nacional de Reconciliación (¿en qué mundo viven?) que debía haberse celebrado el 14 de abril y que naturalmente se ha suspendido.

Haftar tiene el apoyo de Egipto, Arabia Saudita (fue a ver al príncipe heredero una semana antes de iniciar sus ataques), y Emiratos Árabes Unidos. También le apoya Francia, que no lo dice abiertamente porque está feo apoyar a un general que puede convertirse en dictador y muestra así unos escrúpulos que comparten otras democracias europeas. Los EE UU han acabado rompiendo su silencio (salieron muy escaldados tras el asesinato en Bengazi del embajador Christopher Stevens en 2012) y apoyan también a Haftar por sus esfuerzos para "estabilizar" el país (?) y por su lucha contra el terrorismo islamista. La postura de Moscú merece mención especial porque ha impedido una votación sobre Libia en el Consejo de Seguridad, que está bloqueado en este asunto, mientras dice que lo que ocurre es un "asunto interno". Moscú trata de hacer amigos en África del Norte para vender armas, acercarse al Mediterráneo y conseguir una plataforma desde la que proyectarse al África del sur del Sahara. Es admirable la política exterior que hace un país con un PIB similar al de Italia y sometido a sanciones internacionales por más que sea potencia nuclear y tenga derecho de veto en la ONU. No hay como tener ideas claras y pocos escrúpulos. En contra de Haftar está Italia, que teme otra oleada de refugiados y que, sobre todo, no desea perder protagonismo frente a Francia en su antigua colonia. Y están también Turquía y Catar, con simpatías por los Hermanos Musulmanes perseguidos por Haftar y que Trump quiere etiquetar como grupo terrorista.

Con los fuertes apoyos que tiene, Haftar deberá decidir si quiere hacerse el amo de Libia por unos años o si lo que pretende es sentarse con una posición de fuerza en la mesa de negociaciones donde se debata el futuro. España, país vecino, ha reaccionado con prudencia pidiendo el fin de la ofensiva y el respeto del derecho internacional mientras mostraba preocupación por las víctimas (más de 400). Madrid piensa con encomiable sensatez que el problema no tiene solución militar y que lo mejor es volver a la mesa de negociaciones que propone la ONU porque es la única manera de lograr la reconciliación nacional que el país merece.

*Embajador de España