Cada día que cruzo el umbral del periódico, saludo a la persona que está en la entrada y doy los buenos días a una máquina oscura, adherida a la pared. Mi obligación es prestarle mi índice para que sepa a qué hora entro y salgo. La ley obliga. Cuando el lector reconoce quién soy, recita mi nombre y vomita un número de horas, las que llevo acumuladas desde no sé cuándo. Son muchas, porque el periodismo es la profesión más bonita del mundo, pero también una de las más absorbentes. El pasado 1 de mayo fue un ejemplo de que el calendario no siempre entiende de festivos. Ni el mío ni el de la gente que forma parte de mi equipo más cercano. Por eso no necesito, ni en mi caso ni en el suyo, una máquina que me diga cuál es la duración real de la jornada, ni un registro diario durante cuatro años.

Que exista ese control me parece bien, cuanto más información mejor, aunque encuentro múltiples complejidades y dudas para su materialización en muchas profesiones, no solo el periodismo. ¿Qué implicaciones tendrá ese registro de las horas? ¿Existirá una repercusión salarial? ¿Se entregará la documentación a la inspección de Trabajo? De lo que no tengo dudas es de que el control por sí mismo no resuelve muchos de los males de la organización del trabajo en España. Existen otras reflexiones mucho más profundas y urgentes. Dejando al margen la precariedad, la temporalidad y los bajos sueldos (imposibles de abarcar en este espacio), permítanme que haga hincapié en la necesidad de acortar la jornada laboral.

Fomentar la flexibilidad y la conciliación debe ser un ejercicio de obligado cumplimiento para políticos, empresas y sociedad civil, sobre todo ahora que la tecnología nos los puede poner, a veces, tan fácil. El objetivo debe ser hacer el mejor trabajo posible en el menor tiempo. Porque hay vida fuera, lejos de los teléfonos y las pantallas de móvil. Disfrutarla es la mejor forma de oxigenar las neuronas y rendir al 100%. Fichar sí, pero siempre que debatamos también cómo acortar las jornadas.