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Plaza del Hierro

Hay espacios que requieren el gris, tal vez la lluvia: fuera de ese gris, de esa lluvia, se descomponen como garabatos de una estilográfica que el agua borra. Mi memoria conserva preferentemente empaquetados en días así, con color de hojalata y grisalla de años perdidos, las calles de Compostela o las callejas de Mondoñedo. También la Plaza del Hierro pese a los días luminosos de verano en los que las terrazas colonizan las rutas del paseante.

La plaza es mucho más hermosa de noche y uno prefiere contemplarla en el recuerdo como si fuese una fotografía de los años veinte del pasado siglo firmada por Ruth Matilda Anderson que mantiene las paredes encaladas de los soportales en los que una ferretería resistiría algunas décadas más el paso del tiempo.

En el mural instalado en el patio de un centro cultural, una obra firmada por Mon Devane, la realidad de la plaza resulta tan incontestable como la realidad exacta que pisamos cuando nos acercarnos al casco histórico que ahora puede divisarse desde las alturas catedralicias. Resulta curioso el azar de que el fallecido Pepe Conde Corbal, familiar de Mon Devane, dibujase, mucho tiempo atrás, esa misma plaza, grabado que se aliñaba con las palabras de Vicente Risco: "Pasaron aquellos años, y otros años, y ahí está la fuente, esbelta, decorada, mitológica, fresca y con su discreto murmullo, otra vez con sus escaleras circulares?" y todo, como en aquella época, parece seguir igual, perpetuarse, sobrevivir, lo cual es casi heroico en una ciudad que acostumbra a devastar lo que posee de más valioso, de más íntimo, lo que constituye sus señas de identidad.

A la Plaza del Hierro se accede desde distintas cicatrices: la calle de la Paz, Lepanto, San Miguel, calle de los Hornos y Santo Domingo, como si todas las calles confluyeran allí y en ese ámbito de piedra tuviese lugar el rodaje de una película en la que varios amigos, tal vez escapados de las páginas de A esmorga, se acercan a la fuente y espantan la borrachera mojándose el rostro, preguntándoles a sus reflejos en el agua quiénes son, cómo llegaron hasta aquí, qué sentido tienen sus existencias desnortadas pero, sobre todo, preguntándoles asimismo dónde estará el bar siguiente para abrevar y continuar bebiéndose la vida a tragos demoníacos.

Cierto que en dicho escenario no es necesario que sea una panda de amigos medio ebrios quienes descansen en el pretil de la taza y el espacio de la plaza se presta a otros requerimientos menos prosaicos pero siempre hay algo de maldad en esos lugares semicerrados por los que uno pasa pero sin dejar de mirar a su alrededor como si de entre las sombras y las arcadas pudiera surgir el amor o la amenaza (si es que no son palabras sinónimas).

Esa plaza requiere un mendigo alcoholizado como algunos personajes valleinclanescos: alguien que responda al apodo de Cepo o Paxaro y que se empeña en mantener el hieratismo de unas figuras talladas en las jambas catedralicias.

Por la plaza cruzan en ocasiones personajes ensotanados que provienen de otro siglo, parejas que buscan reposo en el ribeiro, amigos que se cuentan sus sueños acodados en las barras de los bares, pintores que plantan el caballete en los soportales, fotógrafos que eternizan la musgosa quietud de la piedra, tal vez poetas que persiguen la inspiración en ese murmullo del chafariz del que habló décadas atrás Vicente Risco; pero pese al tiempo transcurrido, el ámbito parece mantener su espíritu, esa humilde grandeza que la piedra otorga a cualquier escenario, la solemnidad silenciosa del cantero que labró el monumento, el delicado arco del chorro del agua que canta en la taza en cuyo borde, hace muchos años, se detenían los gorriones para beber con la felicidad fugitiva del tiempo que jamás regresa. El pasado continúa goteando en el agua de la fuente de la plaza del Hierro, ese tiempo que nos hace, que nos forma y que, según Borges, nos desgasta incesante. Y al final, claro, termina por matarnos.

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