La política engancha. Con todos sus defectos, sigue siendo el único medio al alcance de las personas para transformar la realidad. Los dos debates de la última semana de campaña tuvieron un seguimiento multitudinario. El primer encuentro entre los líderes nacionales contó con nueve millones de telespectadores. La inmediata secuela aún rebasó esa audiencia. Lo que no cautiva son los políticos sin política. A esta contienda llegaron con las manos vacías, llenando las discusiones de argumentos falaces y pueriles que generan rechazo.

Las dificultades existen. El Brexit puede acabar en drama. La Seguridad Social lleva tres años en quiebra técnica, perdiendo entre 10.000 millones y 20.000 millones de euros cada ejercicio. El dinero no cae del cielo. Hay que pedirlo prestado y devolverlo. O dejar de gastarlo en otras partes. A los jubilados, un ejército de diez millones de votantes, nadie se atreve a mencionárselo. Las pensiones cuestan 153.000 millones. Sirva como referencia que los presupuestos que naufragaron preveían solo 32.000 millones en inversión productiva, la que tira de la economía. Las cuentas padecen déficit crónico.

¿Han escuchado alguna idea sobre la enseñanza? Nada requiere tanta premura para favorecer el desarrollo del país y hacerlo competitivo en las próximas décadas como transformar una educación que iguala en la mediocridad. La soflama y el tópico ganan. Las reformas iniciadas tímidamente con el golpetazo de la crisis frenaron en seco cuando escampó. La España vacía se pone de moda y para combatirla los respectivos catálogos desenfundan un conjunto de obviedades eludiendo lo básico: cada cual reside donde le apetece. A una industria ya frágil se la torpedea con frivolidades. La distancia con la prosperidad de las naciones a las que pretendemos compararnos aumenta. Nadie incentiva aquí a quien propicia riqueza y bienestar.

Sobre cómo diversificar un entramado empresarial demasiado dependiente de concesiones y subvenciones públicas, cómo generalizar la actitud exportadora o cómo afrontar la digitalización nada ha sido oído. Retorna el proteccionismo y carecemos de estrategia para combatirlo. Unos quieren recrecer el gasto público. Otros, extender las rebajas fiscales. El plan en ambos casos no resiste la más elemental de las sumas. Y qué decir del torticero uso de las instituciones, forzadas a amoldarse a los enjuagues cuando conviene al tacticismo.

Los programas de la mayoría de fuerzas repiten sugerencias lanzadas en anteriores comicios -como la mochila austriaca, un sistema de capitalización para los trabajadores- que nunca llegan a aplicarse, aunque manden. Incluso cuando coinciden en la urgencia hacen desmesurados esfuerzos para no entenderse. La agilización de la justicia, el blindaje competencial, la uniformidad del mercado y la calidad democrática aguardan respuestas. Seguir en el politiqueo aboca al país al estancamiento cuando lo que realmente precisa es otro salto hacia la modernidad.

La élite política muestra una incapacidad patológica para ponerse de acuerdo y ha hecho del fanatismo, el maniqueísmo y la agresividad su principal argumento. La única certeza de lo que ocurrirá esta noche es que ningún grupo obtendrá diputados suficientes para gobernar en solitario. Pero las líneas rojas no dejan de sucederse. Desembocarán en inestabilidad. Los gritos, ni tapan los males estructurales, ni arreglan el paro o el conflicto territorial. No entiende el parlamentarismo quien lo concibe como una guerra que busca la supremacía. Frente a la minoría mayoritaria, ábrase paso el bien común.

A partir de hoy vamos a necesitar que la ecuanimidad reemplace a la beligerancia, la razón a la pasión, la lógica a los prejuicios. Que los valores y principios esenciales arrinconen al sectarismo y al populismo. Los partidos deben empezar a pensar y a pactar para dejar de fabricar hastío y construir gobiernos sólidos con respaldos coherentes. Desengañar a los ciudadanos socava la democracia participativa, el más preciado bien de convivencia que en siglos logramos darnos.