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Una campaña al garete

Los españoles tendrán que votar sin que los temas de interés se hayan tocado por los partidos de algún modo productivo

En la década de los años 70 del siglo pasado, toda España fue sacudida por un impulso democrático que causó admiración en el mundo. En aquella inauguración, dirigida por la clase política quizá más capaz que ha tenido en su historia, la sociedad española estuvo realmente inspirada. Pero el espíritu de la Transición, que tan vanamente se ha invocado en los últimos años, empezó a disiparse enseguida. Los españoles no pusimos el empeño necesario en mantenerlo para que rindiera los mejores resultados. Hace tiempo que la democracia española no crece. Afectada por los mismos síntomas que están erosionando la democracia en otros países y por rasgos específicos de nuestra cultura política, sufre un deterioro progresivo. El futuro dirá si se convierte en una democracia madura o se estanca en su estado actual.

La campaña electoral es la prueba definitiva. Está siendo muy teatral, no en el mejor sentido del término. Terminará sin que los temas de interés se hayan tocado de algún modo productivo, en parte porque algunos partidos se emplean a fondo para azuzar el enfrentamiento más allá de las discrepancias ideológicas. Los aspirantes piden una adhesión exclusiva con el argumento preferente de evitar la victoria maligna del adversario. La tensión es elevada y lo será más la próxima semana.

Los electores más implicados no dejan de prestar atención al discurso y los gestos de los candidatos, pero en esta ocasión el escenario de la campaña llama la atención por un doble motivo. La novedad es que se realicen actividades, como ruedas de prensa, en la cárcel. Que esto suceda resulta, cuando menos, extravagante y supone, sin duda, un conflicto moral, si no lo es también legal, para la democracia española.

Para el desenlace de las elecciones, sin embargo, es más relevante lo que ocurre en internet y en la televisión. Los líderes que encabezan cada cartel electoral reúnen en sus actos en torno a un millar de fieles seguidores. Una proporción cada vez mayor de ciudadanos, millones en todo caso, optan por seguir las campañas electorales exclusivamente a través de los medios de comunicación. Por eso, la riña en torno al debate es un episodio muy desalentador, la única cuestión que merece ser discutida es la celebración de un enfrentamiento binomial. El debate entre dos es más intenso y requiere menor esfuerzo al telespectador, pero las elecciones de 2016 configuraron un sistema de partidos pluripartidista. La solución podría consistir en una combinación de ambos formatos.

El hecho es que, finalmente, tendremos dos debates seguidos con los cuatro primeros candidatos. A la campaña le quedarán algunos días, pero continuará sin encuestas a disposición de los electores, que no podrán calibrar el impacto de los debates, un evento con carácter decisivo, en la movilización y la distribución del voto. El episodio del debate ha sido un despropósito, sobre todo por parte de los partidos. En un libro delicioso sobre la historia del anticlericalismo español, Caro Baroja cuenta cómo muchos españoles en el siglo XIX giraron su atención de la homilía a la soflama política. Hemos pasado del sermón al mitin y ahora nos falta dar el paso a la conversación, el diálogo y el debate. Es reprobable el penoso espectáculo del rifirrafe entre los partidos por el día, la cadena, los invitados y mil detalles más, pero es aún más ofensiva la actitud de los dirigentes políticos hacia los electores que deja traslucir este desgraciado incidente, que no debería caer en saco roto. El respeto a los ciudadanos es un fundamento básico de la democracia y una obligación siempre, particularmente antes de una votación.

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