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Ninguna lección

Hay algo que un político español (sea de Betanzos o de San Nicolás de Tolentino) no está dispuesto a admitir jamás. Puede admitir que se le haya olvidado una cifra, puede admitir que no trató un asunto con la suficiente diligencia, puede admitir que la corrupción es un problema intolerable, puede admitir su entusiasta inutilidad, puede admitir que se equivocó eligiendo a sus subordinados o, incluso, a la fuerza política con la que firmó un pacto de gobierno. Pero lo que no está dispuesto jamás un político es a que otro político le dé una lección. Nunca. Ninguno. Jamás. Acudan ustedes a San Google y hagan una ligera indagación. Encontrarán decenas y decenas de referencias a políticos que advierten a sus adversarios que no están dispuestos a recibir una lección, ninguna lección, ni media lección, sobre absolutamente ningún asunto imaginable. No es que el político español haya nacido dotado de ciencia infusa -que también-. Es que cualquier adversario político es más ignorante, estúpido e indecente que él. Es una versión ligeramente remozada -aunque con idéntico cuñadismo en su composición- de aquel legendario "no sabe usted con quien está hablando". Más aún: es una renuncia explícita a esa debilidad, el diálogo. Cuando un candidato -por ejemplo- repite que ni él ni su partido está dispuesto a aguantar lecciones está propinándole una patada cobarde a los ya hinchados testículos de la democracia.

Ninguna lección de terrorismo, ninguna lección de democracia, ninguna lección de política económica, ninguna lección de corrupción, ninguna lección en materia de sanidad, educación, dependencia o decoración de interiores. Como reacción a cualquier crítica no es una respuesta muy elaborada. Su transformación en una fórmula universal de respuesta es una señal más del paupérrimo nivel del debate político pero, ¿cómo iba a ser de otra manera? En la política la tiranía no consiste en evitar cualquier asomo de inteligencia espontánea, creativa y deliberativa. En política la tiranía consiste en ganar porque todo se pliega, se perpetra y prostituye por la consecución de dicho objetivo. Quizás sería mucho pedir pero en las contiendas electorales se debería evaluar el carácter democrático y la utilidad instrumental de cada partido político. Porque en el futuro los partidos seguirán articulando la representación ciudadana y gestionando mal que bien los problemas y conflictos colectivos.

Todos los procesos de democratización interna que han vivido los partidos políticos españoles en la última década están bajo sospecha. Las élites de las organizaciones políticas se las han arreglado para actualizar y adaptar a nuevos contextos la ley de hierro de la oligarquía teorizada por Robert Michels hace ya cerca de un siglo y para bunkerizar a sus equipos de dirección. Felipe González nunca tuvo el control operativo que ejerce hoy Pedro Sánchez sobre las organizaciones del PSOE. Pablo Iglesias et alii manejan tan eficazmente Podemos como Santiago Carrillo lo hacía con su PCE. Pablo Casado y Albert Rivera imponen a toque de trompeta listas, candidatos, excomuniones y eslóganes. Quienes se toman tantas molestias por narcotizar la democracia en sus organizaciones políticas son muy poco verosímiles como dirigentes democráticos, con vocación de transparencia y respeto a los mandatos constitucionales y a la división de poderes.

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