Hace unos días asistí en Madrid a una mesa redonda convocada por la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense con motivo de abrir sus puertas la exposición "Los colores de los derechos humanos", organizada por la Organización de las Naciones Unidas y la Gabarron Foundation de Nueva York. La muestra recoge los dibujos y pinturas premiados en un concurso en el que 17.000 niños (y niñas, claro; vivimos en unos tiempos en lo que hasta lo obvio debe ser aclarado) interpretaron lo que eran para ellos los derechos más necesitados de sostén y quiénes son las personas que más han contribuido a su defensa.

Con unas edades que van entre los diez y los catorce años, los niños artistas ofrecen en los cuadros elegidos para la exposición una evidencia de su creatividad y madurez que impresiona, por no hablar de su compromiso con lo que es el objetivo más importante de la humanidad: que los derechos queden garantizados en todo el mundo y no solo en las sociedades avanzadas donde, por cierto, tampoco cuentan con un respeto absoluto siempre.

Pero estábamos en lo de la mesa redonda. Como es lógico en un acto de este estilo, las intervenciones fueron de lo más previsible: protocolarias y políticamente correctas, que el momento lo exigía así. Pero en el turno de intervención del público el guion se torció. Uno de los asistentes preguntó si, en esa unión de arte, infancia y derechos, no sería interesante entrar en ámbitos del saber diversos como son los de las ciencias, la ingeniería y la empresa. Pues bien, uno de los ponentes de la mesa, crítico de arte por más señas, arremetió contra la idea de que la cultura incluyese tantos elementos. Para él, equivale a espíritu y, criticando a Vargas Llosa, sostuvo que ni siquiera incluye lo que podría llamarse entretenimiento. La impresión que saqué fue la de que, en semejante interpretación, la cultura debe aburrir por necesidad o deja de serlo.

Desde luego ni la talla de piedras ni el control del fuego ni la decoración del cuerpo serían, en contra de lo que sostienen todos los antropólogos, manifestaciones cultas. Serán deportivas, digo yo. Con semejantes ideas por delante se me quitaron las ganas de hacer una pregunta relacionada con la exposición de arte infantil sobre los colores de los derechos humanos. Puede haber arte sin colores -Viola, Tàpies y Hernández Pijoan son ejemplos suficientes-, arte sin derechos -recordemos la época faraónica de Egipto, o el Renacimiento- e incluso arte sin humanos -los pájaros tilonorrincos australianos decoran sus nidos que da gusto-, pero ¿puede uno ser humano sin arte? Quizá sí pero en ese caso cabe preguntarse si merece la pena.

En realidad de eso va la iniciativa de la ONU y la Gabarron Foundation: de recordar, por medio del arte, que hasta los niños saben que los derechos fundamentales deben ser protegidos y garantizados para que podamos tener el privilegio de llamarnos a nosotros mismos humanos.