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Gorros de plomo

Hacia el siglo VI de nuestra era, el médico bizantino Alejandro de Tralles contaba el caso de un paciente que sufría un delirio muy extraño: estaba convencido de no tener cabeza. Para intentar curarlo, el médico hizo fabricar un gorro de plomo y se lo colocó al enfermo en la cabeza. Este empezó a quejarse del peso intolerable que sentía. "¿Dónde le pesa?", le preguntaba el médicoal paciente. Al cabo de un rato de quejas y de lamentos, el enfermo tuvo que reconocer que sentía aquel peso insoportable en la cabeza.

Viendo lo que ocurre a nuestro alrededor, no es descartable que ese extraño delirio psicótico esté empezando a extenderse entre nosotros. Desde luego, hay pruebas bastante serias de que ese delirio ha afectado a los políticos que se presentan a las próximas elecciones. Si no es así, ¿cómo podemos explicarnos que un país donde no queda dinero para las pensiones se dedique a malgastar sus energías en polémicas como la de las pancartas y los lazos de la Generalitat?

Y un país donde el fracaso escolar alcanza niveles terroríficos, ¿cómo puede perder horas y horas discutiendo los disparates de Vox sobre la homosexualidad o sobre la tenencia de armas?

Y en un país donde los salarios son ridículos y el precio de los alquileres está por las nubes, ¿cómo es posible que nos pasemos la vida hablando de los vídeos del juicio del Procés? Y eso por no hablar de los británicos y el caos indescriptible del "Brexit".

Sí, la cabeza parece haberse evaporado, aunque en nuestro caso -a diferencia del pobre loco de Constantinopla- nosotros estemos convencidos de tener una cabeza muy bien colocada sobre los hombros. Y encima nos permitimos considerarnos inteligentes y buenas personas, y también ecuánimes y solidarios y concienciados.

En nuestro caso, este curioso delirio debería denominarse al revés: en vez del síndrome de la ausencia de cabeza, debería ser el síndrome de posesión de una cabeza. No la tenemos -si por cabeza entendemos el uso de una mente racional que se enfrente al mundo en función de una serie de circunstancias y necesidades-, sino que estamos convencidos de poseerla aunque en realidad no la tengamos.

Después de lo que ha pasado en Gran Bretaña con el "Brexit", ni un solo creyente en la independencia catalana ha cambiado de idea. Y lo mismo podría decirse de quienes creen que el problema del independentismo catalán se puede arreglar aplicando un artículo 155 de duración indefinida.

En cualquiera de los dos casos se trata de casos patentes del síndrome de posesión de una cabeza, cuando en realidad el gorro de plomo -o de cemento armado- ha sustituido por completo a la mente racional. Y yo no me excluyo, que conste.

Quizá sea por culpa de mi particular gorro de plomo, pero a lo largo de todos los años de la democracia yo no recuerdo haber visto cinco candidatos tan estrepitosamente calamitosos como los que se presentan a las elecciones del 28 de abril, todos varones, por cierto. Por suerte tenemos un Estado que funciona razonablemente bien, con médicos y policías y jueces y profesores y empleados públicos que hacen su trabajo lo mejor que pueden. Pero uno se pregunta qué pasará si empieza una crisis económica -y todo apunta a que ya ha empezado- y tenemos que hacerle frente con estos políticos que sufren algo muy parecido a un delirio psicótico (insisto en llamarlo el síndrome del gorro de plomo).

¿Imaginan lo que podría llegar a pasar si volvemos a tener cinco millones de parados y esta clase de personajes ocupan el gobierno y la oposición? ¿Podemos hacernos una idea de la implosión social, por llamarla de forma delicada, que podría estallar entre nosotros si volvemos a tener millones de ciudadanos desesperados en las calles, mientras unas cadenas de televisión histéricas agitan el descontento en busca de audiencia y unos políticos sin cabeza presiden el tinglado? ¿Se lo imaginan? Quizá sea mejor tener un gorro de plomo y así no poder imaginarlo.

La democracia es muy frágil. Los regímenes liberales, con libertad de expresión y alternancia política y un estado del bienestar que se preocupe de las necesidades básicas de los ciudadanos, son un invento que apenas ocupa cincuenta o cien años en la historia de la humanidad, es decir, el tiempo que duró una dinastía del imperio aqueménida -que nadie recuerda- o una breve sucesión de emperadores incas que ahora tampoco nadie recuerda.

Pero el gorro de plomo que ahora ocupa nuestra cabeza nos hace creer que la democracia tal como la conocemos es indestructible y nunca podrá desaparecer. Pues no, no es así. Y eso lo sabe cualquiera que todavía tenga una cabeza. Real y no de plomo, se entiende.

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