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El bar Roma

Abierto desde 1917 en la calle Riestra, se benefició de la Central del Castromil y ofreció chateo, comida y hospedaje al mejor precio durante medio siglo

"Nuevo establecimiento en Riestra 16, frente a la imprenta de la viuda de Landín. Allí encontrará el público los mejores artículos a precios sin competencia. Especialidad en vino del país, bodegas de la viuda de García Escudero (Lourizán) a 25 céntimos medio litro. Idem de ribeiro escogido, a 25 y 30 cts. Aturriaga y Goitia, a 40 cts. Chato de Manzanilla, Montilla, Jerez, Moscatel y Oporto, a 15 céntimos. Fiambres, marisco y conservas de todas clases y refrescos varios?."

Sin revelar de entrada su nombre comercial, así comenzó a anunciarse el bar de Santiago Roma Peiteado en la prensa local a principios de 1917. Su ubicación resultaba inmejorable, a tiro de piedra de la Central del Castromil en la plaza de San José, con su ajetreo de autobuses y viajeros.

Emigrado a Argentina con diez años, volvió para servir al Rey una década más tarde, con 4.000 pesetas ahorradas. Después del servicio militar comenzó a trabajar como camarero en el Café Moderno y enseguida invirtió buena parte de aquella pequeña fortuna en el negocio de su vida: el Bar Roma, quizá el más antiguo que hubo en la calle Riestra, cuya actividad se prolongó medio siglo largo hasta su cierre por jubilación en 1970.

Desde su apertura contó entre sus parroquianos más asiduos a los guardias de seguridad y a los agentes de vigilancia. Por ese motivo fue señalado por Acción Obrera: el periodiquillo se preguntaba con maldad si allí había un servicio policial permanente o si se había trasladado la Prevención?.

Cuando de niño iba a comer a casa de su abuela Dolores, que estaba enfrente, Amancio Landín contaba que iba a comprar allí un currusco de pan gramado y una nécora por solo dos patacos, a diez céntimos cada cosa.

No tardó el Bar Roma en popularizar sus famosos callos los jueves, domingos y días de feria, incluso con raciones para llevar a casa. Y el servicio de hospedaje llegó por añadidura un poco más tarde.

Su propietario acumuló un anecdotario tan rico como extenso a lo largo de su azarosa vida. En cierta ocasión contó que un inquilino tardó catorce años en liquidar su deuda de pensión completa. También relató que una madre y su hija, a quienes acogió y alimentó sin cobrar un solo céntimo, le pagaron con el desagradecimiento, llevándose hasta las sábanas de su habitación.

Emprendedor y atrevido hasta decir basta, en verano de 1924 montó el Kiosko Roma en el Parterre de la Herrería, junto al salón del limpiabotas. Primero vendió allí refrescos, cervezas y frutas, así como "?.algún artículo que el obrero encontrará a su comodidad". Cualquier sabe que era lo que encerraba aquella misteriosa publicidad. Después ofreció también bocadillos variados, pero el negoció no marchó bien y cerró dos años después.

Los primeros menús económicos que sirvió el Bar Roma se cobraron a dos pesetas, y echó la casa por la ventana a cuenta de la primera corrida goyesca que se celebró en Pontevedra el 7 de julio de 1929. Coincidiendo con aquel gran evento y "?.para celebrar la salvación de los aviadores Franco y demás compañeros", el propietario demostró su olfato comercial ofreciendo aquel día un cubierto completo a solo cuatro pesetas.

Organizada por las Asociaciones de la Prensa de Vigo y Pontevedra, la corrida goyesca atrajo gente de toda Galicia. Las crónicas periodísticas hablaron de miles de personas y contaron que la Gran Vía se quedó pequeña para acoger tantos coches. El éxito del Roma fue tal, que luego extendió su promoción de aquel menú a los demás días de la feria taurina.

El bar siempre dedicó una atención especial a la selección y promoción de sus vinos, ofreciendo el mejor precio y la mayor calidad. En cuanto a lo primero, anunció sus tarifas por medio litro, y cuando no hubo otro remedio que incrementarlas, pasó a venderlos por cuartillo para amortiguar las subidas. Y en cuanto a lo segundo, siempre puso por delante los nombres de los cosecheros; sobre todo en los vinos del ribeiro: Jesús Pousa, Juan Barros, Benjamín Martínez o Josefa López, todos de la parroquia orensana de Freás, bien conocida por las cualidades de sus caldos. Los nombres de los bodegueros, que siempre se publicitaban, constituían su denominación de origen. Incluso llegó a vender en 1930 un país blanco de la finca de Salcedo de don Daniel de la Sota tras abandonar la presidencia de la Diputación.

Los vecinos prehistóricos de la barriada de Campolongo aún recuerdan el chalet y la fábrica de escobas y cepillos de Santiago Roma, que resultó otro acierto comercial. Un poco cansado de la esclavitud que suponía el trajín diario del bar, a mediados de los años cuarenta cedió el negocio a Peregrino Torres y apostó por aquella empresa del sector de la limpieza, en auge imparable.

El nuevo dueño trató darle su propio nombre, pero el intento resultó ciertamente peregrino porque todo el mundo siguió llamándole el Roma. Sin embargo, pronto empezó a no ser lo que había sido, sino otra cosa bien distinta, de mala reputación.

Aunque no tuvo nada que ver, su promotor pasó por el bochorno de ver manchado el prestigio del Bar Roma cuando el gobernador civil decretó su clausura en agosto de 1948 por juegos prohibidos, prostitución, corrupción de menores y escándalo público. Aquello resultó un sonado affaire en toda la ciudad.

En cuanto pudo, Santiago Roma Peiteado volvió a hacerse cargo de su negocio original y pronto recobró su clientela amiga. Para marcar una cierta distancia con aquel desgraciado suceso, mantuvo su apellido pero pasó a llamarse Casa Roma, con la cruz de Santiago en medio de ambas palabras para configurar su nueva imagen y recabar la protección del santo.

Casa Roma volvió en los años cincuenta a reivindicar sus famosos callos, al tiempo que anunció de nuevo su "excelente comedor regentado por su antiguo dueño". La Manchega, la Orensana y La Estradense, fueron sus competidores vecinos en una ciudad famosa por su buena gastronomía: desde Calixto a Celso, desde Limpias al Castaño o desde Casa Lores al Comercio, y un sinfín de bares y tabernas de taza y nécora.

Don Santiago continuó al pie del cañón hasta que en 1970 optó por echar el cierre, porque ya todo había cambiado mucho, y él decía que los vinos ya no eran tan buenos como antaño. Entonces había acumulado un baúl lleno de inefables poemas, que compusieron los primeros anuncios del Bar Roma. Fue un caso perdido de versificador imposible, al igual que Cándido Acuña Blanco ("también lo vende tinto"), un vinatero que hizo fortuna. La afición de ambos por los ripios no desfalleció nunca, pese a su escasa inspiración.

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