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tribuna del lector

Elecciones

En tiempos de desolación y desafuero llamaba San Ignacio a evitar mudanzas o vaivenes, pero a mantener siempre principios y determinaciones. Y a fe que los tiempos nos colman de tragedias, dramas y calamidades. Basta advertir como ya el Maestro Mateo situaba en el Pórtico de la Gloria compostelana a los veinticuatro músicos del Apocalipsis dispuestos a entonar la melodía del fin del mundo. De ello hace ya más de ocho siglos, y aquí seguimos. Eso sí; fieles siempre a nuestro pasado íbero y al añadido de las muchas culturas que aquí nos visitaron, algunas para quedarse. De ese crisol venimos y en ese mestizaje hemos crecido. Virtudes y defectos que nos acompañarán siempre de forma indeleble; las dos caras de una misma moneda que asoman en cada momento de nuestro devenir con el vigor suficiente como para afrontar la batalla que los tiempos nos reservan. Y, cierto es, unas elecciones no son moco de pavo.

El toque a rebato electoral hace que se arremolinen sobre el banderín de enganche de cada fuerza los más variados pretendientes. Desde la disimulada querencia de quien vislumbrando una oportuna y merecida llamada atrinchera el móvil debajo de la almohada, hasta quien sin rubor o disimulo reparte por doquier su tarjeta de presentación: querido Luís, me tienes a tu entera disposición; siempre he sido tuyo. No suele decirlo delante de su esposa, por algún eventual equivoco. Este último jamás repara en la idoneidad del momento; para él todo esfuerzo es poco cuando de alcanzar la gloria se trata, siquiera alguna canonjía. Cuando Goerges Clemenceau, jefe del gobierno francés, recibe la visita de un político el mismo día que enterraba a uno de sus ministros, le escucha decir: ¿cree, Señor, que yo podría ocupar el puesto del fallecido? La respuesta no se hizo esperar: eso tendrá que preguntárselo a la funeraria. Y es que la fuerza atractiva que ejerce la pomposidad de un empleo público ha sometido las más recias voluntades.

Conocida es la historia vivida por el conde de Romanones cuando, siendo Presidente del Gobierno y pretendiendo ser elegido académico de la Lengua, tuvo que servir la habitual peregrinación por el domicilio de todos los miembros en procura de sus votos. Conseguida la unanimidad en la promesa, abordó la votación no sin cierta displicencia pero entendiendo cumplido tan ingrato deber. Cuál sería su sorpresa cuando las palabras de un ujier del Congreso sobrecogieron su ánimo: Señor, no le ha votado ninguno. Entre decepción y desánimo, su vuelta a la realidad fue estridente: ¡Joder, qué tropa!

Y en ello estamos. Confiados unos en el mérito de sus esfuerzos, vigores y sapiencias, los otros en sus romanónicas peregrinaciones y rendidas genuflexiones, se aprestan todos al escrutinio ciudadano en la confianza de poder rendir sus armas al servicio de tan noble causa. Y es que la política, cuando se ve acompañada por la honestidad, el esfuerzo y también el decoro, es uno de los más bellos sacrificios que un ciudadano puede ofrecer por su país. Y quiero decir España, porque éstas son las elecciones más importantes para todos los españoles, para quienes habitamos estas maravillosas tierras. Diversas, bellas, generosas, pero sin más contradicción que el complemento.

Muchos son los estandartes que enarbolan, también muchas las aspiraciones a que pretenden conducirnos. Desde la redefinición del término inmigrante a la demolición de nuestra Democracia constitucional, sin olvidar la machacona pretensión de devolver a Franco a la vida y la luz. Sin duda, les habría bastado a los primeros con preguntar en Galicia qué significa emigración y desarraigo. A los segundos, leer y enterarse porqué quienes le legaron un país infinitamente mejor que el suyo gritaban en los setenta amnistía y libertad, a coro con la música de Serrat, Raimon o Suso Vaamonde, a quien por cierto Alonso Boó, amigo y periodista, rescató de la historia en un magnífico libro. Y a los terceros, recordarles a Carlos V. Cuando tras la victoria en Mühlberg entra en la ciudad de Wittenberg, donde estaba enterrado su gran enemigo Lutero, es invitado por el Duque de Alba a desenterrar e incinerar su cadáver. Repara el Emperador que él hacía la guerra a los vivos, no a los muertos.

En cualquier caso, a todos, creyentes, infieles o agnósticos, convendría no olvidar a San Ignacio. Y es que en toda dificultad siempre abriga el ser humano la capacidad de sorpresa. Que sea ésta siempre no desandar lo bien andado.

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