En la compra, los niños cargan el paquete de 36 rollos de papel higiénico (¡6 gratis!) orgullosos del volumen que son capaces de levantar sin sentir la vergüenza del adulto por el aparatoso recordatorio de ejerciente de la más humillante de las funciones fisiológicas y, una vez alfabetizados, pueden leer la información nutricional en las etiquetas de los alimentos. Ni ellos ni nosotros la entendemos, pero su vista descifra la letra menuda.

Una demostración de lo infame de esta sociedad es el intento de la industria de mantenernos ayunos de información acerca de lo que comemos, en lugar de darnos el mejor alimento posible. Otra, la constatación deprimente de que las administraciones públicas no logran imponerse a los intereses de las empresas, que informan sin informar con letras ilegibles y conceptos ininteligibles.

Cuanto más perecedero es un producto menos visible es su fecha de caducidad. Aceptamos que un bote a todas luces industrial lleve la etiqueta de "casero" o "de la abuela", sin que especifique de la abuela de quién. No hubo forma en su día de que se indicara "transgénico" para que cada cliente decidiera su compra. Y no hay modo de que la información nutricional sea tan clara como poner "alto" o "bajo" a las calorías, las grasas, saturadas o no, la sal o el azúcar, según el código de colores del semáforo que todos entendemos y que no afecta a la libertad, porque conductores y peatones se saltan los discos en rojo y ámbar.

Que no se entienda la información no nos eximirá de tener toda la responsabilidad de lo que comemos, de que nos asusten con la obesidad y de que nos culpen de ser gastizos sanitarios las mismas autoridades que no pueden enfrentarse a la industria de los ingredientes y las proporciones desaconsejadas.